Canto XII. La batalla legítima del 1571.
“LOS MITOS DE ASOTO”
Cada amanecer, todos los sábados por la noche, con la llegada de la primavera, al cruzar el viejo puente, lo primero que se veía era una serie de pies que colgaban de la cornisa hasta la mitad de la calzada, desafiantes. Y cada vez que aparecía un vehículo al principio del tablero, se levantaban tan sincronizados como rifles de fusilamiento que asustaban a los conductores y les hacían apartarse hacia al otro lado de la carretera con tanta premura y desconcierto que parecía que se precipitarían en las desprevenidas aguas del Aqueloo. Cada intento de “suicidio” se acompañaba de carcajadas por la gran hazaña, y un trago del frasco de aguardiente que Christos se aseguraba de que nunca faltase en nuestras borracheras nocturnas.
Entre las perezosas piernas, reposaba un radiocasete de la época con música selectiva. Una canción alegre sucedía a otra nostálgica, que bailaba en sincronía con las olas que lentamente seguían su camino, cada sábado noche, hasta la desembocadura del río, cargadas con una pequeña historia con la que el “filósofo” de la cuadrilla lograba engatusarles.
Aris, Nico y Vassos, espectadores y víctimas de la función, se perdían entre el humo del Santé sin filtro. Mientras, Christos secaba las últimas gotas de orujo. Y Pipi –cariñosamente apodado “el Ásoto”, que en griego significa «jaranero»– encendía la mecha de la curiosidad.
–¿Sabéis qué? Siempre me he preguntado dónde llevarán estas olas.
–¿Dónde va a ser? Al mar, al delta del río. Y luego supongo que hasta Cefalonia. ¿Por qué preguntas?
–No. Lo que quiero decir es lo que habrán visto estas olas tantos siglos viajando y todo lo que nos podrían contar. ¿No creéis?
Y antes de ser engullido por los cachetes que le caían a raudales, resguardaba su cuadrada cabeza –de considerado tamaño– entre los brazos
En ese momento crítico, el “intelectual” agarraba la oportunidad para llamarles la atención, carraspeando un par de veces y empezando un monólogo descoordinado al principio, apresurado, lleno de interrupciones, que poco a poco encontraba el verso y terminaba siempre tras un breve silencio con «una moraleja de gran valor moral», como sentenciaba Vassos.
–¡Lo que dice el Ásoto es verdad! Pero lo cuenta a su manera. No le fastidiéis ¿Qué os parece si os cuento a mi manera una historia sobre el escarceo de las olas para pasar el tiempo? ¡Vais a flipar!
–¡Empieza tú, que yo añado la moraleja! –asintió Pipi grandilocuentemente, imitando a un fantástico comediante que resultaba ser oriundo de un pueblo cercano y que apodaban Sr. Lalaki.
–Una ola, de las que ahora oís sus susurros –mejor dicho, una remota antepasada suya– llegó y traspasó el delta del río el 7 de octubre de 1571 a las once de la mañana y se convirtió en espectadora silenciosa de la mayor batalla naval que ha sucedido nunca en este lado del Mediterráneo. ¡La batalla de las islas Equínadas!
–Yo nunca he oído nada sobre esta batalla –vaciló Christos, rascando la cabeza con el dedo meñique e imitando a su vez al prodigio de Pipi.
–Seguramente la conoces. Puede que bajo otro nombre. Se quedó grabada en la historia como la batalla de Lepanto. Un error histórico que nunca nadie logró corregir. Muchos discreparon, reaccionaron. Pero lamentablemente, nuestros gobernantes no lo tomaron nunca como un reto ni lucharon por sus derechos. Sigue sin interesarles. No pretenden devolverle al César lo suyo y corregir para siempre una de las mayores injusticias históricas. Pero continuemos. Y luego, si queréis, tomamos la calle y le cantamos una serenata nocturna al alcalde pidiendo justicia. Pues aquella ola asustada, rizada y cenagosa se detuvo en los arrecifes de aquel islote que se parece a un caballito de mar, al que nosotros conocemos como Oxiá de Mesologgi a pesar de pertenecer al municipio de Ítaca, y contempló imperturbable a un desmelenado Cervantes subido en la galera la “Marquesa”, víctima de alta fiebre y sufrimiento, luchando con una chusma de turcos y argelinos. Con una mano, desenvainaba la espada. Con la otra, descargaba el arcabuz sobre el pecho de los jenízaros que osaban su encuentro. En una de esas, un ladino turco yuzbasi le disparó dos veces en el pecho y otra en el brazo, desgarrándoselo de punta a punta.
–Lo había leído. Pero sé que al final no murió ni perdió su brazo. ¡Se le quedó “anquilosado”! –Saltó triunfalmente Pipi, siguiendo el ritmo de la narración.
–¡Cállate la boca, bruto!
El intelectual, asombrado, ocultó así su sorpresa por tal conocimiento, oculto en el más desastroso del grupo. Y quiso continuar, abrumado en su interior, elevando la voz, –casi de soprano– para que los demás no sintieran la ternura que escondía profundamente por el “hijo pródigo”. La misma ternura que sentía por los demás, por todos esos despreocupados jóvenes que eran como su segunda familia.
–¿Qué demonios hacía Cervantes subido en esa Galera pegando tiros? –Se hizo el ignorante Aris.
–Cervantes era español, como todos sabéis. Y el almirante de la flota cristiana en la batalla era don Juan de Austria, hermanastro de Felipe II. Este último era quien gobernaba el imperio. Ambos eran hijos del emperador Carlos I. Más allá de patriotismos, buscaba batallas, tanto por deferencia profesional como por sus frustraciones terrenales, como él mismo decía. En este caso, fue una simple coincidencia por un fallo imperdonable de Marcandonio Colonna. Pero de ello podemos hablar otro día. ¡Volvamos a lo nuestro! Una vez más, el poder papal había pedido y conseguido unir a importantes aliados cristianos bajo el mando de don Juan, que justo había cumplido los veinticuatro años. Lo consiguió suplicando e intimidando con insinuaciones tales como que los turcos –supuestamente– si no les hubiesen detenido, dominarían todo el Mediterráneo de principio a fin. El líder de los venecianos era Sebastiano Veniero. Colonna lideraba las fuerzas del papa. Participaban también, del bando aliado, los comandantes “castellanos” Juan Andrea Doria y Álvaro de Bazán. Del lado de los venecianos, Barbarigo, que era el subordinado de Veniero. Por los turcos, el Capitán Bajá. Bajá Siroko por los egipcios. Les acompañaba Kara Bachí de Caramánia. General de generales, nombraron los otomanos a Ali Pasha, antecesor de “nuestro” Ali Pasha de Joannina. Pero yo no os cuento esta historia para llenaros la cabeza de nombres y números. Si me escucháis con cuidado, os sorprenderá el final. Esa es una historia de amor, de pasión y de aventuras… No obstante, antes quiero reiterar claramente mi opinión de que esta gran batalla naval con mayúsculas debería haber sido llamada la batalla de Equínadas, no de Lepanto. Si no os aburre mi teoría, seguiré….
Todos callaron. Y solo Vassos, como si por todos hablase, se rascó la nariz y bostezó.
–Dame fuego para un pitillo y te escuchamos.
–Prestad atención. Las galeras aliadas –más de doscientas– habían comenzado a descender lentamente unos meses antes por la costa del mar Jónico tras la inspección y partida de Messina. Primero pararon en Goumenitsa. Luego, por la costa de Préveza (Parga) hasta fondear en la bahía de Pylaros en Cefalonia para ultimar los preparativos. Las fuerzas turcas aguardaban en su base de Lepanto. El seis de octubre, pusieron rumbo hacia la bocana del golfo de Patras para pasar la noche frente a la playa de la antigua Calidón.
–Es decir, territorio de Etolia, ¡término municipal de Mesologgi! –Añadió significativamente Aris.
–¡Exactamente! De aquí en adelante, hablaremos sobre las aguas de nuestra región. Volveremos a hablar de la bahía de Lepanto, cuando unas pocas galeras turcas tras la catástrofe lograron volver a su base humillados, donde les prendieron fuego y hundieron para no ser utilizadas por los ganadores. Algunos argumentan que la batalla se llamó erróneamente “De Lepanto” porque en esos años toda la bahía era conocida como tal. Nadie la conocía como bahía de Corinto ni de Patras. Pero yo sostengo que el viajero Pero Tafour, más de un siglo antes del acontecimiento, en mil cuatrocientos treinta y cuatro, menciona el “Golfo di Patrasso” como la continuación de la antigua Bahía de Krissaio.
–¿Hay otros testimonios? –preguntó unánimemente la cuadrilla.
–¿Testimonios? ¡No podemos cambiar el rumbo de la historia! ¿Quiénes somos? Lo que sí que podemos hacer es esforzarnos todos juntos para identificar y restaurar la realidad. Convencer a todo el mundo y convencernos a nosotros mismos de que esta es ¡nuestra batalla! La batalla de Equínadas. No de Lepanto. Así de simple.
Tras tomar un respiro y encender otro cigarrillo, enojado, el narrador continuó:
–Nos tiraremos aquí toda la noche. Y no me dejaréis terminar con la historia. Pero os haré el favor y os contaré lo que sé. Mañana os traeré mapas antiguos de la época donde podréis ver el posicionamiento de fuerzas de ambas flotas en la batalla. Unos estaban situados a lo largo del arco que se abre desde el delta de Acheloos hasta Araxos, justo enfrente del islote Oxia y a la altura del cabo Scrofa. En numerosos documentos, los turcos mencionan la rocosa península de Scrofa como “cabo sangriento”. La flota enemiga estaba situada justo enfrente, en fila paralela, a 15 millas de la salida de la bahía de Patras. Tanto antes de la batalla como después, la flota de los aliados descansa y se prepara en el puerto natural de la isla de Petalá, que todos consideramos como nuestra, pero que es del monasterio y pertenece a la prefectura de Cefalonia. La Scrofopúla que protege el ala de los venecianos de Veniero durante toda la batalla pertenece a Paraqueloitida, nuestras costas. Ninguna de las islas rocosas que arroparon a los dos enemigos se encuentra en el golfo de Lepanto ni pertenecen a este. En la época veneciana, muchos mencionan la batalla como de Equínadas. Otros, como la de las islas Curtzolari. Así es como los venecianos llamaban a nuestras islas. Algunos de vosotros habréis oído a nuestros mayores mencionar al peñasco de “Kotsilari” en la pedanía. El mismísimo Lope de Vega las llama así en uno de sus poemas épicos sobre la batalla. ¡Es una lástima que por un error de los cronistas venecianos se manipulara el nombre!
–¿A quién se le ocurre dar el nombre de una ciudad que dista sesenta millas lejos? –Se lamentó por primera vez Nico.
–Algo así sostiene también un contemporáneo de la batalla, el grabador dálmata Martinus Rota, en un grabado de mil quinientos setenta y dos, donde escribió: «Navalis Victoriae exemplar, qua Nonis Octobris ad scopulos Echinadum in Jonio, no longe ab oppido Naupacto…». ¿Cómo lleváis el latín?
Todos, espontáneamente, dirigieron su mirada hacia el imperturbable Ari.
–¿Qué pasa? ¿Qué miráis? Les desafió él con la mirada.
Y como nadie prestó atención a su supuesta ignorancia, continuó flemático, como si quisiese que le dejasen tranquilo mientras soñaba:
–Dice así: “La ejemplar victoria naval en los islotes de Equínadas… no muy lejos… “no longe de la ciudad de Lepanto” ¿eh? ¿no longe? Jajaja. Justo sesenta millas.
–Hasta aquí los sermones históricos. Resumimos… En la víspera de la batalla, dejamos a los aliados navegando rumbo a la mayor isla del grupo, Petalá. Los castellanos la llamaban Pétela. El día anterior, se habían encontrado con un pequeño barco pesquero de Mesologgi, que astutamente se había escapado del bloqueo de Kara Hoxha y consiguió hacer recuento, uno por uno, de los barcos enemigos.
–Lléveme con usted y le diré lo que quiere saber, Majestad –espetó con valentía el más joven de los pescadores, subido a la proa y quitándose el sombrero de paja en reverencia.
El joven príncipe sonrió con la audacia del griego. Mandó traerlo y lo sentó a su lado.
–¿Y bien? –Le guiñó el ojo mirándolo de lado.
–Quiero un arcabuz y una espada. Y luego se lo cuento todo –Extendió su mano con atrevimiento el mocetón.
Conocía bien la lengua de Véneto. Y aunque también se defendía más o menos en latín, sus expresiones faciales no dejaban lugar a dudas a errores gramaticales.
Don Juan se puso furioso y pensó en ordenar que echaran al joven a patadas. Pero se arrepintió enseguida y sintió una ternura hacia ese chico, que más o menos tenía su misma edad. Puede que un poco mayor. Se volvió hacia su agregado.
–Dale lo que pide.
El pescador cogió la espada y el rifle, se sentó de piernas cruzadas sobre un rollo de cuerda y empezó a contar su historia. Cómo había atravesado las galeras turcas, cómo se escapó de un arcabuzazo desde una fragata, cómo se presentó delante del mismo Oulouk Alí, –el bajá argelino– y le engañó, minimizando las fuerzas de la coalición, al interrogarle.
–¡Basta! –Le interrumpió el almirante–. Vamos, dadle algo de comer y que descanse.
Se había quedado con lo que le interesaba. Y ahora sabía que las fuerzas turcas estaban más o menos a su mismo nivel, aunque dudaba si el bajá turco se había creído la falsa información que le habían pasado los pescadores. Le pareció más verosímil que los otomanos no disponían de tripulación apropiada ni armas pesadas y que carecían de grandes buques como eran las galeazas aliadas.
Cuando anclaron en la bahía de Petalá para repasar los últimos detalles, había oscurecido. Un tenue disco luminoso se inclinaba somnoliento entre los peñascos para luego precipitarse como todas las tardes, arropando al Aquello con el arco sombrío del monte Ainos.
Don Juan permanecía de pie en la proa de la Real dando valor a los guerreros, sosteniendo en las manos un gran estandarte con un crucifijo en el centro y los escudos de los aliados de la santa liga. Junto a él, apoyándose en una enorme espada demasiado grande para su tamaño, aguardaba el agregado, una figura frágil camuflada tras una enorme armadura y un casco mínimo de donde surgían dos ojos brillantes color negro azabache.
La Real se deslizaba en silencio sobre las tranquilas aguas del mar Jónico acompañando en silencio a innumerables guerreros encomendados a la Virgen en traer para su joven comandante como trofeo, clavada en su lanza, la cabeza del infiel Alí Bajá.
Justo antes de echar el ancla la capitana en las aguas oscuras, un marinero llegó jadeando y gritó, resoplando con una expresión de bufa extrañeza en el rostro.
–¡Motín, mi señor! Motín. En el ala izquierda. Hay cuatro cuerpos colgando del mástil. Cuatro, creo, de los nuestros.
–¡El Veneciano! ¡Maldita sea! –Soltó su taco favorito, girándose enfadado hacia el mensajero y mordiéndose los labios hasta que sangraron. Agarró del hombro a su diminuto acompañante–. Barcelonés, corre. Ve a ver lo que ha pasado y vuelve súbito. ¡No tardes! O te enterarás.
El mercenario desvaneció como un elfo en las sombras. Se las arregló para allanar el camino entre los hombres armados que se habían amontonado alrededor del jefe al conocer la noticia. Saltó sobre el batel arrastrando con él a dos o tres lugareños reclutas y señaló con la mano hacia la plomiza roca de Vrómon que destacaba entre los mástiles de la “Marquesa”. Al soltar la boza para desamarrar, se percató de que a su lado, sentado como un marajá, sonreía el pescador griego con su fusil en brazos.
–¿Y tú? ¿Qué diantres haces aquí?
El joven abrió sus brazos como si quisiese abrir su corazón.
–No es necesario que lleguemos a las galeras venecianas –le gritó, para que pudiese oírle entre el alboroto y el tañido de las armas–. Me lo han contado unos remeros de Réthimno. Dijeron que esto era ligereza de Veniero. Yo sé lo que ha ocurrido. Te lo puedo contar todo. Y así no hay peligro de que te pase lo mismo –añadió maliciosamente, y se echó a reír–. El viejo lobo veneciano está hecho una furia. Los marineros napolitanos y toscanos se han amotinado en el buque cretense “Un hombre armado” y han conseguido atraer a unos oficiales vuestros. Llegaron a las manos con una galera veneciana. El rencoroso viejo ni se asomó para ver qué pasaba. Ni quiso saber quién tenía razón. Colgó a los cuatro del palo principal. A un español –me dijeron que de buena familia– y al capitán Florencio Mousio de Cortona. ¡Cómo se las gasta el viejo! Hace poco, estuvo a punto de tirar por la borda al mismísimo Andrea Doria. A mí me parece que está completamente loco. Loco de remate. Venga, vamos a decírselo a don Juan. No perdamos el tiempo.
En lo que tardaron en volver a la Real, supieron por las otras naves españolas de Álvaro de Bazán que habían anclado cerca toda la historia completa. Con voz entrecortada, e interviniendo uno a uno, fueron contando los episodios a su superior tal y como habían sucedido.
–¡Mensajero! –gritó el austriaco al enterarse de la noticia–. Te ordeno que vayas a informar a Colonna, a Doria, a Cardona y a los demás jefes. Al mismísimo Veniero anúnciale que, gracias a que amanece el día de Santa María de Rosario, no se lo hago pagar con su misma moneda. ¡A no ser así! Y dile que su sitio en la jerarquía lo tomará su agregado Barbarigo. Que si quiere, que se quede a luchar como un valiente. Si no, ya puede volverse a Venecia con su vergüenza.
Veniero puede que fuese duro y violento, pero no era un cobarde. Hizo de tripas corazón y se quedó a luchar como un simple guerrero. Y no solo esto. Más adelante, se verá que gracias a él el día de la gran batalla los aliados lograron interceptar las galeras egipcias cuando los estaban flanqueando por el interior del islote de Scrofopoula…
–Bueno, ¿os habéis dormido? Si es así, lo dejo. Nico, dame una calada, que me he quedado sin tabaco.
–¿Pero ¿qué dices? Ahora que hemos llegado a la mejor parte… –jajajeó irónicamente Pipi–. Pero cuéntanos. ¿Esta era la gran sorpresa?
–Ni siquiera se acerca… ¿Qué te has creído? Todo lo que os he contado lo saben hasta las gallinas. Es una historia bien conocida. El secreto es otro. Escuchad… El pescador era un buen chico. Y además era muy inteligente. Había llegado a aquel barco para no caer en manos de los otomanos, que estaban reclutando voluntarios para que luchasen en sus galeras contra los venecianos y los españoles. Los que se negaban eran apresados y obligados a convertirse en remeros bajo la amenaza del látigo. Antes, era maese –es decir, maestro– en la veneciana Cefalonia. Y siempre que podía, venía a visitar a sus familiares. Todos los que sobrevivieron –viejos y jóvenes– trabajaban el campo, empleados de aquella gran atalaya proyectada en las orillas del Aqueloo, que desde años atrás servía de vigía al cruce del río. Esta torre la había empezado a construir la gran duquesa Teodora Petralifi , cercana a una pequeña ermita de piedra donde solía ir a descansar y a meditar. Tras muchos años, otro señor del ducado de Épiro terminó su construcción y procuró trabajo en los campos a tantos agricultores de la región como pudo. Si te levantas de tu trasero, Pipi, la verás despuntar por encima de los álamos. Ese resquebrajado esqueleto, ese cadáver pétreo lleno de ortigas y malezas, nuestra “Kúlia”, es la torre de la historia. Y la ermita es exactamente lo que te imaginas… ¡La vieja escuela de San Pantelimón! Para los “patronos” de la “forteza” –le salió su vena cefalonita– trabajaban los familiares de nuestro héroe. Y con su ayuda, fue capaz de encontrar un empleo en este barco de Mesologgi…
Mientras tanto, los disturbios habían terminado, como había predicho don Juan. Todo se calmó. Y lentamente se aposentaba la oscuridad sobre los extenuados párpados. Por una agradable coincidencia, nuestro joven se había acostado al lado del agregado del príncipe y, con los ojos entreabiertos, trataba de adivinar lo que se escondía detrás del pañuelo que le cubría la cara discretamente. Se había despojado del casco con la loriga metálica que llevaba todo el día y lo había colocado cuidadosamente al lado de su enorme espada. El joven suspiró perezoso y se dio la vuelta. Al cambiar de posición, tocó con su mejilla el estirado brazo del guerrero. Un estremecimiento extraño –caliente y frío al mismo tiempo– floreció en su cara y se desplomó hasta las yemas de los dedos, atravesando su cuerpo de arriba a abajo.
–¿Estás despierto? –susurró en castellano el vecino desconocido.
–No entiendo –respondió él sorprendido, dándose cuenta de que no era el único que luchaba con el insomnio.
–¿No tienes sueño?
–No quería molestar –respondió sin saber si le entendía.
–Estoy muy inquieto. –Empezó a hablar solo. Y mientras tanto, trataba de colocar la malla pasándola por encima del pañuelo–. Aquí al lado en la galera adyacente tengo un amigo. Hace unos días que está enfermo, ardiendo de fiebre. Y como es así de terco, quiere subir a bordo y luchar contra el infiel. Aunque por ello pierda su vida… Hace dos días que no le veo. Y ni siquiera sé si vive o muere. ¡Cómo me gustaría saber cómo está! Pero está amaneciendo, y mañana nos espera la mayor batalla de los siglos. No sé qué hacer…
Abrió la boca para decir algo, para responder a lo que creyó haber entendido de esta indescifrable lengua, pero lo único que salió de su voz palpitante fue otro suspiro. De repente, sintió una fuerza que tiraba de él y se dio cuenta de que alguien le había agarrado desesperadamente por la manga del chaleco y lo arrastraba hacia la balaustrada.
–Ven conmigo, por favor. Quiero que conozcas a la persona de la que te estoy hablando.
–¿A estas horas? –Le miró de repente con airado asombro–. ¿Por qué no me dijiste que hablabas latín?
–Calla y sígueme.
Llegaron en silencio hasta la empavesada donde se sostenía el esquife y, soltando la amarra, lo arrearon despacio hacia el agua. Luego, se deslizaron por la maroma de nudos que habían atado a la barandilla y, sin hacer ruido, se dejaron caer al interior de la pequeña embarcación.
Empezaron a remar sin ruido con la ayuda del viento del sur, que había empezado a soplar con fuerza. En unos minutos, habían llegado al lado de la “Marquesa”. Lanzaron la cuerda sobre la borda de la galera. El hombre menudo con sus palmas en forma de concha silbó una melodía rápida que, al entremezclarse con el aire, sonó como la voz de Circe seduciendo a Ulises. Desde arriba, el vigilante respondió con una desafortunada copia al mismo ritmo y tiró de la cuerda con complicidad antes de atarla a los barrotes. Al mismo tiempo, una precaria escala de cuerda se desvelaba a sus pies invitándoles a subir lo más rápido y silenciosamente posible, acompañada de una ronca voz que les daba la bienvenida con preocupación.
–¡Barcelonés! ¿Ocurre algo? ¿No es muy tarde para visitas, amaneciendo el día que es?
–Vengo a ver a Miguel. No tardaremos. Tengo que verle antes de la batalla. ¿Cómo está? ¿Aún tiene fiebre?
–¡Quarantuno! Está ardiendo. Pero ya sabes lo cabezota que es. Ha suplicado al capitán San Pedro para subir mañana cuando empiece la batalla y luchar en primera línea…
Se fundió en un breve abrazo con el gigante guerrero napolitano que estaba de guardia esa noche en el esquife de Marquesa. Y luego, se perdió por la escotilla bajo las entrañas del galeón a toda prisa. Le siguió como pudo., De repente, se paró al fondo del pasillo delante de una triste litera, donde yacía sudoroso un joven de unos veinticinco años. Tenía los ojos ardiendo, clavados sobre el techo, despeinado, respirando con ansiedad. Su piel pálida y acartonada y su cabello alambrado le hacía parecer mucho mayor.
–¡Oh, querido! ¿Cómo estás? Pero si tú estás rodeado por las llamas del infierno, ¿por qué te empeñas en luchar mañana tal y como te encuentras? ¿Qué se te ha perdido en estos inhóspitos lugares para pagarlo con tu vida?
El joven entreabrió los ojos. Intuyendo quién era su visitante, sintió salirse de su infierno, elevarse a otra dimensión. Vislumbró una brillante corona de algas marinas bailar sobre su cabello impregnado de sudor y experimentó como dos alas plateadas brotaban de sus brazos. Estaba nadando entre olas imaginarias que gambeteaban alrededor de su mentón tembloroso.
Tendió la mano como si fuera ciego para adivinar la silueta de su huésped.
–¿Qué haces tú aquí? –susurró–. ¿Qué dirá el príncipe de por qué has dejado tu puesto?
–He venido a ver cómo estás. No tardaré mucho. Me acompaña mi nuevo amigo. Es de estas marismas. Parece que estamos cerca de Mesologgi, como dice. Oye, Miguel, él es… ¡Diablos! ¡No sé ni cómo te llamas!
–Encantado de conocerte. ¿Dice que vives por aquí? –Hizo un gesto para auparse el postrado.
–Sí. A tan solo dos millas, en esos humedales que se ven ahí delante. Soy maestro. Doy clases por las tardes a los niños de los campesinos que viven en las llanuras a orillas del río. Hay que preservar nuestra lengua. Discúlpame, no me he presentado. Mi nombre es Francesco, pero todos me llaman Frángia.
–¡Miguel de Cervantes Saavedra! ¡Aprendiz de poeta!
–Ja, ja, ja – se rió efusivamente el agregado –. ¡Ha dicho aprendiz de poeta! Frángia, tienes delante al maestro Cervantes. Un día, todo el mundo hablará de sus excelencias. Y él quiere dejar su cuerpo despedazado entre los galeones turcos. ¡Volvamos a nuestro puesto, porque temo cortarle yo la cabeza antes de que se la corten los agarenos! –Y estalló en otra risotada, esta vez mezclada con algunas lágrimas que se le escapaban por las mejillas.
–Adiós, Id con cuidado. ¡Y mucha suerte en la batalla! Y no le hagas caso, amigo mío. ¡Aún no he escrito un solo verso!
Justo en el momento en que la luna vaporosa estaba clavada en la parte superior del hosco cielo jónico y el viento dudaba entre amainar o fortalecerse, nuestros visitantes nocturnos dejaban la Marquesa y subían apresuradamente a bordo del buque insignia.
Amanecía el séptimo día de octubre, y la Historia tenía una cita con la civilización. O el turco invadiría el Occidente o la esperanza de libertad renacería en Grecia.
Con el paso de los años, unos por medio de los libros, otros a través de sus numerosos viajes, ya fuese de boca ajena o por la gran pantalla, los jóvenes soñadores con los que estamos compartiendo esta historia conocerían más o menos lo que pasó en esa batalla, que fue gran acontecimiento histórico para Europa y el mundo. Ha sido la gran victoria que detuvo el avance de los turcos más allá del mar Jónico.
Muchos años después, puede que no todos ellos –pero sí la mayoría- quedarán asombrados cuando, mediante una red electrónica tan diabólica como inimitable que se dará a conocer como internet, y sedientos de conocimientos, buscarán en sus páginas y conocerán que el joven aristócrata austriaco, que en realidad nació alemán, era hermanastro del monarca español y murió exactamente siete años más tarde al cumplir treinta y un años, el primer domingo de octubre. El mismo día que el papa Pío V había establecido como día de celebración del aniversario de la gran batalla de Equínadas y tras haber vivido una corta pero espléndida vida llena de aventuras, batallas, victorias y amantes. Por desgracia, su amante más fea –la fiebre amarilla– se enceló de él y lo derritió en sus brazos aquel amanecer del primero de octubre de mil quinientos setenta y ocho. Algunos dijeron que fue envenenado: otros, que fue la mala vida. Nada es cierto…
También se sabrá que nuestro moribundo aprendiz de poeta se presentó finalmente a cubierta, febril y delicado, luchó heroicamente contra los otomanos y fue herido de muerte. Pero lejos de sucumbir a sus heridas, quedó ahí combatiendo solo hasta que la victoria cayó definitivamente del bando de los aliados. Por su heroísmo, don Juan lo mandó recuperarse a Messina. Y fue desde ahí cuando, semanas más tarde, salió rumbo a su añorado país. Durante la travesía, fue vilmente capturado y pasó cinco enteros años en las mazmorras de Argelia hasta que las copiosas recaudaciones que muchos de sus amigos habían empezado dieron su fruto y fue por fin liberado. Luego, fatigado y deteriorado pero más sabio y con su mochila llena de historias y aventuras regresó a España. Entre continuas entradas y salidas de la prisión y entre insólitas calamidades, pudo preservar y aplicar sobre papel esas aventuras que con el tiempo llegaron a ser relatos de un valor incalculable.
Entre las Novelas ejemplares, creyó Aris reconocer –siendo ya un profesor adulto– en La Gitanilla un rostro muy familiar, extraído de aquella narración nocturna de una noche embriagada que inventó el “Filósofo”. Como legado universal dejó “el Manco” el texto –dicen– más leído tras la Biblia: Don Quijote de la Mancha. ¡La agridulce historia del caballero más errático y sin embargo noble y afable de la literatura universal…
El comandante de las naves genovesas al servicio del emperador, Gianandrea Doria, acumuló riquezas y poder. Y fue por ello envidiado. Hasta que, harto de obedecer a los reyes castellanos, se retiró y se dedicó a escribir su autobiografía. Nunca la llegó a terminar. Don Álvaro de Bazán se convirtió en marqués de Santa Cruz y grande de España. Parece ser que el romano Colonna se salvó después de caer levemente herido. Pero el infeliz Barbarigo no logró volver nunca a Venecia. Una flecha le atravesó el ojo de lado a lado y otra clavó su corazón contra el árbol del mástil. ¡Antes del sangriento final de la más gloriosa batalla naval –como cuenta don Miguel–, un mercenario cristiano obsequió al príncipe vencedor con la cabeza de Alí Bajá clavada a su alabarda! Éste la apartó con repulsa y mandó a su agregado tirarla por la borda, susurrándole al oído: «Vamos a ver si gustan los perros a los tiburones».
Consiguieron escapar vivos Uchalí Bajá y el renegado pirata Pertév. Pero funesto destino aguardaba a Mehmed Siroco Bajá, que cayó de los primeros. Curioso fue también el final del viejo loco, Sebastiano Veniero. Allá por el año mil quinientos setenta y ocho, murió quemado vivo intentando salvar de las llamas el palacio ducal de Venecia. Apenas un año antes, había sido elegido dogo de la ciudad de los eternos canales. ¡Nunca se enteraría de que después de pocos meses le seguiría al otro mundo el joven general altivo, que le había humillado justo antes de la batalla más grande de todos los tiempos!
Sin menospreciar el imparable avance de la tecnología –llena de chips, bits y otros derivados anglófonos–, las fábulas del pueblo no tienen una lógica matemática. Y no todas tienen respuestas entre los millones de páginas de la red. Algunas se quedan adentradas en los corazones adolescentes, cual si las oyeron y las hicieron suyas una noche clara, acostados boca arriba sobre la cornisa de un puente, medio borrachos a causa del aguardiente, el ouzo y la magia de la medianoche, medio dormidos, soñando con el día en que ellos volarían en silencio a otros lugares, a otros mares, atravesando la olas de la historia como Colonna o Veniero o el enigmático joven guerrero de nuestra historia, el leal agregado del malogrado príncipe.
–¿Pero qué pasó con el pescador? –preguntó Nico con enfado, reivindicando lo suyo–. ¿O es que solo nos interesan los príncipes?
Los demás se echaron a reír jaleándole. Sentían que su amigo quería enfatizar su camaradería con el pescador. Y ellos estaban dispuestos a solidarizarse con su exigencia.
–Era maestro, querido Nico. No pescador. Relájate. El hombre se convirtió en pescador por las circunstancias, por necesidad y para poder llevar a sus familiares un pobre calamar para su escasa mesa –contestó el intelectual, supuestamente enojado, porque tenía raíces de Cefalonia y había que defender su sangre.
–Bueno, Pipi, toma nota. Frángia –ahora ya conoces su nombre– estuvo al lado de don Juan todo el día, peleando codo con codo con su nuevo amigo. Cortaron cabezas musulmanas, destrozaron alfanjes y lanzaron cadáveres al mar. La que había sido impecable armadura del guerrero se había convertido en un amasijo de hierro y sangre, quebrada por muchos sitios y en otros atravesada hasta la carne. En un momento de distracción, el príncipe tropezó y se cayó de rodillas. Su espada quedó atrapada en una grieta entre dos tablones de la cubierta que se había quebrantado bajo la furia de la contienda. Tan cruenta fue la batalla cuerpo a cuerpo que había invadido los límites del infierno. Al percatarse del tropiezo del caudillo rival, un grupo de turcos enloquecidos cayeron sobre él para conseguir su cabeza como ofrenda a Alá.
Vio la muerte delante de sus ojos don Juan. También la vio Frángia retratada en los perplejos ojos del príncipe. Pero no era su hora. No alcanzó a juzgarle el ángel de la muerte, pues, en aquel momento, vio como una frágil figura envuelta en una enorme armadura medio deshecha que esgrimía una gigantesca espada se puso en medio, soltando un pavoroso alarido.
–A hierro matas, a hierro vas a morir hoy, estúpido turco.
Y profiriendo estas palabras, empezó a girar su desmedido y afilado acero por encima de los hombros con sorprendente fuerza hasta que las cabezas, que antes seguían sobre hombros enemigos, empezaron a rodar por la cubierta, arrollando a los muertos y zancadilleando a los huidos que trataban de arrojarse al mar y escapar de la frenética ira del rival.
–Πληγή έδωσες, πληγή θα λάβεις –replicó Frángia elevando el grito.
Y se puso a luchar como poseído a su lado, adosando sus macabros trofeos sobre los suyos. Y furioso, sin ni siquiera darse cuenta, se encontró en el espolón persiguiendo a los pocos jenízaros que prefirieron saltar antes de ser capturados por los infieles.
Cuando se dio cuenta de que se había alejado del escenario principal, Frángia giró la cabeza para ver dónde estaba su compañero. Y enseguida, percibió que algo no iba bien. Un incómodo silencio se había apoderado de la nodriza. Por primera vez, sintió miedo por la suerte de su nuevo amigo. Dejó a un par de alabarderos que aún estaban luchando contra los últimos jenízaros y acudió al mástil mayor donde le había dejado luchando contra tres argelinos que se habían unido para apoyar a Alí Bajá en su intento de abordar el buque e inclinar la balanza hacia su lado. Nada más ver el cuerpo acurrucado que se adivinaba entre las sombras del trinquete, se dio cuenta de que le habían herido de muerte. Dio un salto y cayó de rodillas sobre el cuerpo malherido. La coraza de hierro se había cortado por la mitad bajo el ristre y un reguero de sangre corría por sus brazos y el vientre. Sin ni siquiera pensarlo, y viendo que a su alrededor arreciaba la lucha y nadie sabía cómo iba a terminar, se agachó, puso sus manos debajo del cuerpo haciendo palanca y lo levantó en brazos. Lo apoyó en la barandilla mientras volvía al sitio donde estaba colgado del capón el pequeño esquife. Desató la cuerda que lo sujetaba y la dejó descender a la altura donde yacía el herido. Al sobrepasar la borda por la parte exterior, sujetó la cuerda y lo amarró de nuevo al palo. Luego, se acercó rápidamente y recogió el cuerpo inconsciente, depositándolo con cuidado en el interior de la barca. Volvió a desatar la cuerda y empezó a arriar la barca hasta el agua. Cuando la pequeña embarcación tocó las aguas espumosas, arrojó la boza al agua, agarró la escalera de cuerda que colgaba de la barandilla y, con rápidos movimientos, descendió desplomándose en el regazo de la embarcación, desgarrando su cuerpo contra el costado del buque. Agarró alterado los remos entre sus manos, pasó el estrobo y los ajustó a la chumacera. Luego, sin perder un instante, puso rumbo hacia la tierra más cercana mirando al horizonte para adivinar dónde caía la cabaña de Orestes remando como poseso y aguantando la fuerte borrasca que se empeñaba en amurar la pequeña embarcación. Orestes, su peculiar amigo, era mayoral del hacendado muftí y podía ser su única salvación.
A causa de la imparable lluvia de las bombardas, la Real había perdido la mesana, la vela mayor y la gavia. Pero para estos dos curiosos compañeros, la batalla quedaba atrás. Ahora empezaba la lucha con las olas, ya que el viento se había redoblado y bufaba con alboroto. Por suerte, soplaba de popa y les llevaba con violencia hacia las costas rocosas. Este viento feroz que había dispersado la flota enemiga y que tuvo consecuencias destructivas para el turco –este mismo viento– les empujaba a ellos hacia la esperanza. Cerró los ojos y empezó a bogar a ciegas. Era mediodía. El sol jugaba al escondite con las nubes. Pero él en lo único en lo que podía pensar era en cómo salvar a su entrañable amigo de la muerte. ¡Curioso! Tenía la sensación de conocerle desde hace mucho. Mucho tiempo. ¡Siglos!
Vio la sombra de Oxia que les cubría por babor. Y, virando a la inversa, puso rumbo hacia la laguna de Cócala. Y de ahí, hacia la cabaña.
Cuando amarró el barco a la pequeña dársena de madera, podrida por la continua evacuación del río, se había totalmente desinflado el viento sin aviso previo. El avejentado dique se estaba desmoronando sin piedad cada día que pasaba desde que los Tóccos habían abandonado el “Kárleli” a su suerte. Ató la soga en la estaca y levantó los ojos para ver cuánto le faltaba para alcanzar la choza del rollizo pastor, que, a esas horas y ajeno a lo que acontecía a su alrededor, estaría dormitando sobre su viejo jergón.
Sabía el cabrero de hierbas, pociones y remedios caseros. Y estaba convencido de que haría todo para ayudarle por agradecimiento, ya que asiduamente, aun a escondidas, le daba clases nocturnas cuando subía al pueblo a hacer acopio de provisiones para él y su rebaño.
Una sonrisa de alivio floreció en sus labios cuando apreció a pocos metros la sombra silenciosa de la cabaña observándole por encima del techo de paja que destacaba entre las bajas dunas, formadas durante años por el desemboque del río.
Cargó en hombros el cuerpo inmóvil del herido, apoyando el rostro suavemente sobre su cuello sudoroso. Apenas sentía su respiración, salada y quebradiza.
«Por favor, no dejes que se vaya. Te lo suplico», susurraba para su interior, sin saber siquiera a quién se dirigía. Sabía que este desgarrado pero recio cuerpo que le llevaba obsequio al pastor ¡le importaba más que nada en este mundo!
El gigante de gran corazón se estremeció al sentir la patada en las costillas. Y de un salto, se puso de pie, quitándose las legañas con sus dedos rugosos.
–¿Qué ha pasado? –refunfuñó al ver a su admirado amigo cargando con un cadáver inerte.
Pronto se percató de la sobriedad del asunto, gracias a este instinto animal que le había ayudado a sobrevivir tantos años. Y no perdió más tiempo con preguntas sin sentido. Callado y decidido con gestos elocuentes, mandó a Frángia acostar al herido sobre el colchón de paja y preparar agua caliente en el caldero de cobre que estaba apoyado sobre un fuego medio apagado. Luego, le mandó traerle una sábana limpia que arrancó en tiras con sus manos para crear improvisados vendajes. Al acabar, agarró por el mango la enorme esquiladora que usaba para cortar el pelaje de los animales y, con cuidado y despacio, empezó a liberar el pecho sangrado de los restos de la armadura. De repente, como si se le hubiese ocurrido en ese momento, se giró hacia su intranquilo visitante. Y, con voz contundente que no admitía discusiones, le espetó.
–¿Qué haces ahí de pie como un monigote? ¡Venga, ve a lavarte! Tienes agua en el caldero. Caliéntalo. Aquí no te necesitamos.
–Pero yo…
–Ni una palabra, compadre. Ni una palabra –Le regaño el otro, tartamudeando entre sus dientes amarillos y mostrando la puerta flanqueada por una cortina construida de trapos viejos.
Frángia se fue parsimonioso y temblando como el junco. El agua fría del río le ayudó a recuperarse un poco. Y así como estaba echado, se dio la vuelta y se quedó dormido, con las piernas colgando en el riachuelo y la cabeza apoyada en la enorme barrica de estriadas traviesas. ¡Le pareció que a lo lejos empezaba a disminuir el sonido de las bombardas y los destellos de las llamas que calcinaban las galeras del infiel!
–¡Maese, maese! ¡Despierta, maese!
El hombretón estaba plantado frente a él con los ojos perdidos y los brazos cruzados. Le ayudó a levantarse, le arregló el pelo que le escondía la cara y, poniéndole el dedo sobre los labios para que no dijera palabra, lo arrastró hasta el camastro. La cancela exterior, enmohecida por el tiempo, se golpeaba con el viento que resurgía y amenazaba con tormenta. Nada más cruzar la puerta, Frángia adivinó lo que Orestes sugería y sintió sus pies flaquear. Se agarró, conmocionado, del chaleco del pastor para no desmayarse. Acostada en el jergón con los ojos cerrados y el torso relajado reposaba tiernamente una figura angelical, revelando un busto atezado medio cubierto por los vendajes, ensamblando en armonía con una cadera ahebrada y dos nalgas esenciales de igual tonalidad. Su larga melena –un manojo de cuerdas liberadas sobre el escultórico violoncelo– entonaba tintes dorados bajo el crepúsculo que asomaba.
–¡Madona!
Intentaba el joven deshacerse del nudo en la garganta.
–¡No puedo creerlo! ¿Cómo es posible?
Se inclinó sobre la silueta angelical y le cogió la mano con ternura. Un deseo incontenible de juntar sus labios ardorosos con los suyos le invadía. Pero no se atrevió. Estaba todavía desconcertado por tal acontecimiento inesperado. Procesaba tanta ternura por esta divinidad inesperada… Y a la vez, una admiración insuperable por su coraje y su valentía.
–Orestes, no digas palabra. Ni te lo creas. Orestes, es una ilusión. No puede ser verdad. Será el arcángel Gabriel transformado en esa criatura que contemplas. Por favor, ignóralo. Solo dime cómo está ¿Se pondrá bien?
El curandero rabadán, que había probado todos sus remedios y había puesto todo su empeño para curar a la joven guerrera, asintió con la cabeza y se retiró en silencio a la otra estancia, dejando a su admirado amigo solo y perplejo por lo que había presenciado.
Las horas pasaron lentamente en silencio, seducidas por el murmullo del río que, ajeno a lo que ahí acontecía, se esfumaba entre los estuarios del Jónico.
Al retirarse la tormenta del cielo encima de las Equínadas, don Juan replegó las naves intactas, hundió las damnificadas por el fuego enemigo y las que quedaron a la deriva y se retiró hacia la bahía de Petalá, que servía de improvisado refugio para hacer recuento y balance de lo ocurrido.
Los barcos turcos que aún podían navegar se alejaron hacia la protección que el castillo de Lepanto les proporcionaba para valorar sus heridas y sus pérdidas. Nunca se imaginaron una derrota tan dolorosa que pondría fin a sus futuros planes imperialistas y a sus sueños de conquistar Occidente.
Dos o tres días después de la conclusión de la batalla, y poco antes de que Frángia y Orestes la trasladasen de vuelta a la Real, la hermosa paciente abrió los ojos..“Ojos de esmeralda”, como luego escribirá Cervantes en La Gitanilla, arrugó el hoyuelo que le sombreaba la barbilla y sonrió a su cautivado redentor, que no se había movido de su lado durante toda su convalecencia.
–¡Hola, mi ángel protector! Gracias.
–Yo soy el que te tengo que dar las gracias por existir, por encontrarte –susurró el hombre, enamorado–. ¿Cómo te llamas?
–¡Niña de oro! ¡Niña de plata ¡Niña de perlas! Así es como me bautizó Miguel. Pero todos me llaman María la bailaora. María.
Al mismo tiempo, el sueño y el ouzo ganaron la otra batalla sobre el angosto puente. Uno a uno fueron cayendo en los brazos de Morfeo y el eco de la voz del narrador se iba desvaneciendo igual que el eco de los arcabuces y los cañones de la Real. De madrugada, uno a uno se fueron levantando adormilados, se despidieron de los demás con un puntapié al costado y, arrastrando los pies, llegaron como almas en pena a casa para obligar a su lamentable tronco a caer desplomado en el somier. Empezaba otra lucha. Esta vez contra una resaca “Real”.
Y así, borrachera tras borrachera, sorbo a sorbo, fueron pasando los días, los meses, y los años… ¡Así hasta cuarenta! Salieron canas y se despejaron calvas. Crecieron las barrigas y brotaron papadas. El puente se quedó huérfano, la gente se fue yendo. Luego, llegó la era de los ordenadores y la internet. La diabólica red…
«¡Cuarenta años! –Contempló el viajero con nostalgia–. Toda una vida». Era el séptimo funeral al que asistía. Olvidado entre la multitud, se había apoyado sobre una columna encalada que sostenía la bóveda de la ermita sin importarle si su recién planchado blazer se manchara. No tenía ánimos para entrar en la iglesia. Todo le parecía vacío, lejano, cambiado. Algunos le saludaban dándole el pésame. Otros le tendían la mano. Y él intentaba acordarse de ellos, intentaba destapar el tupido velo que le envolvía la memoria… «¿Quién diablos era ese? Su cara me suena… ¡Qué pena! No puedo acordarme ¡Da igual!» Lo único que conseguía estrujando la cabeza era que le doliese más.
Restregó la espalda obstinadamente contra la pared como si algo le molestase. De repente, pensó que aunque se fuese, a nadie le importaría, nadie le echaría de menos. Nunca le habían gustado las ceremonias. Ni fúnebres ni alegres. Cerró los ojos durante unos segundos –que le parecieron una eternidad–, dejando su mente en blanco para hacerse a la idea, cuando un susurro le trajo de vuelta a la realidad…
–Amigo, hola. ¿Estás bien?
–Sí. Creo… ¿Cómo estás, tú?
–¿Me has reconocido? ¡Soy yo! Te doy el pésame.
–Sí, claro –dijo no sin esfuerzo–. Claro. Gracias. ¿Cómo estás? ¿Cómo están los demás?
–A los que veo, bien. Cómo han pasado los años, ¿no?
–Tienes razón.
–¿Cuándo te vas?
–Pronto. Pronto…
–¿Sabes en qué he estado pensando todos estos años y nunca he podido encontrar la respuesta? He buscado con ahínco, pero nada. ¿Sabes en qué? Aquella noche que nos quedamos todos dormidos en la orilla del puente me quedé con la duda, ya que nunca oímos entero el final de la historia… ¿Qué pasó con el pescador? ¿Y la bailarina? Dijiste que, siendo de sangre real, la crió una vieja gitana y se vistió de hombre para luchar en la batalla de Lepanto. Perdona, quería decir la batalla de las Equínadas. Aún me equivoco. Me he quedado con la duda todos estos años. Y ahora que te he encontrado, al reconocerte, esto ha sido lo primero que me ha venido a la memoria. ¿Qué sucedió ese día de octubre del setenta y uno? He buscado en libros, en la red, he preguntado… Nadie supo decirme lo que pasó realmente. Nada se ajustaba a lo que nos contaste. Había muchas historias por ahí, pero ninguna se asemejaba. No había ningún pescador, ningún barco pesquero de Mesologgi… Seguro que lo de la bailarina también fue una invención… Y como no sabía dónde estabas todos esos años, no podía preguntarte cuál era la sorpresa. ¿Por qué nos mentiste?
–Yo nunca os he mentido, amigo mío. Nunca. Teníamos 16 años. Eran años difíciles en medio de la dictadura. Solo teníamos una birria de radio que solo sintonizaba dos cadenas: Patras y Mesologgi. Libros de segunda mano que solo mostraban falsos números, historias falsas. Ni internet, ni facebook ni nada de todo esto. Vivíamos en el mito, inocentes y despreocupados. Sin convicciones históricas. Solo teníamos nuestra imaginación, con la que viajábamos más allá de cualquier red planetaria. ¿Qué querías que hiciese? Me pedíais pruebas, testimonios. ¡Esa era la sorpresa! No tenía otra manera de despertar vuestro interés sobre la injusticia que se había cometido con el lugar de la batalla. La historia nos había engañado, nos había llevado a creer que la mayor batalla naval de los siglos se había desarrollado en Lepanto y no en nuestras islas. En Oxiá, en Mesologgi, en las tierras de Kúlia… Alguien tenía que intentar cambiar la historia, darle la vuelta, darle el nombre que se merecía. Aunque fuese una utopía. Aunque fuese una fantasía, un cuento. ¿O es que tú estás convencido de que el pescador no existió, no vivió la batalla, no se enamoró de María, la rescató, la llevó a tierra sana y salva, la tomó como su esposa y vivieron para siempre felices en algún lugar y…?
–¿No me digas que así es como terminaría tu historia? ¿No me digas que fuiste capaz de embaucarnos en tal mentira tan solo para conseguir cambiar el curso de la historia?
–Puede que sí, puede que no. No haberos quedado dormidos y no os hubieseis perdido el final…. Ahora ya es tarde. ¡No podemos retroceder al tiempo! Son cuarenta años.
–Nunca es tarde, inestimable amigo. Mañana mismo buscaré a los demás. Uno a uno. Les contaré el “gran final” de esa historia. Cómo me lo has hecho sentir y cómo yo lo he percibido oyéndote. Ni una coma de más. Ni un punto. Tienes razón. Ahora ya conozco el final de la historia, la respuesta que me importunaba más de media vida. Si lo supiera, es posible que mi vida hubiese sido diferente. Muchas veces una mentira bondadosa es todo lo que necesitamos para animarnos la vida…
–Es hora de irme. Me esperan…
–Buen viaje, amigo mío. Siempre pensaré en ti y te extrañaré. Te seguiré con mi alma. ¡Buen viaje!
–¡Muchísimas gracias!
–Un beso a… María.
Este relato del libro LOS SUSTRATOS DEL ALMA se publico primero en el periódico AIXMI, en griego el octubre del 2015.