Canto XIV. El rapto de Ganimedes en 1936
La gitana llevaba horas ocultándose entre los rosales. Penetraban las espinas en su cuerpo. Y ella se reía. Se reía contenta con su plan. Había encontrado la solución. Diez años enteros se pasó sufridas noches intentando dar un hijo suyo a su amo ¡en vano! Ahora le traería un niño ajeno, un bello chiquillo de cara colorada y grandes ojos llorosos. Lo pondría en la canasta –grande– de mimbre que había trenzado sola y luego se lo llevarían lejos a escondidas. Le enseñaría con el tiempo a llamar padre a su gitano. Sólo tenía que darse prisa.
Mañana, la caravana se marcharía hacia el norte. Naimán la había advertido con ojos sangrientos cuando se despertaron con el alba.
–Mañana sale la caravana. Y yo soy su jefe. Lo sabes. Pero los ancianos me lo han advertido –a las claras–, el otro día: encontrarán un nuevo jefe que pueda ofrecer hijos varones a su pueblo. Mañana o pasado mañana, si todo sigue igual, otro tomará el relevo. Le darán a otro el mando. Y no lo puedo tolerar. ¿Quién es mejor que yo? Yo tengo que marchar con ellos. Sé lo que tengo que hacer.
Sí. Ella sabía qué haría este gitano sin corazón. Hace tiempo, lo veía rondar descaradamente a la bella y estirada Giujinda. Y la caravana deseaba un jefe con hijos. Si se casaba con ella, Giujinda podía tener los que quisiera. Entonces, los ancianos consejeros no tendrían ningún reparo para mantenerle de jefe. ¿Y ella? Pero no. Ahora existía la solución. Ahí entre los rosales había madurado minuciosamente su plan. Aguardaría a oscuras hasta que se alejase por un momento la madre de la cuna. Se acercaría deprisa, envolvería al niño en la manta gris y se escaparía a escondidas por la puerta medio abierta del jardín. Luego, nadie podría arrebatarle a “su hijo”. Y Naimán olvidaría rápido a la seductora cíngara. Y todo volvería como al principio. Como cuando se casaron con tantas esperanzas allá arriba en la estación de los deportados, ella joven y radiante y él vigoroso, con su camisa de seda y un pañuelo malva alrededor de su cuello. ¡Sí! Todo sería como lo imaginaba y la caravana no cambiaría de jefe, porque su jefe tendría ya un bonito y fuerte varón de heredero.
De aquí a poco tiempo, podría tender su pecho –nunca amamantado– a esa boca párvula, escuchar en sus oídos el lloro del churumbel que años deseaba y dormir sus ojos plañideros en sus mejillas que tanto los echó en falta. Esa paya desconocida –su madre– era tan fuerte que seguramente tendría más y más hijos. Y eran todos tan pobres en aquella aldea, que seguramente pasarían penurias para alimentarlos y que creciesen sanos y fuertes. «No, para nada». Se exculpó. No tendría que penarse por la madre. Ya lo tenía decidido. Con solo apartarse un instante de la cuna, ella llegaría. Nadie más la llamaría seca. Nadie se reiría más de ella. Tendría a su hijo, que la defendería y la protegería. Y el soberbio Naimán pronto se olvidaría. Solo debía marcharse la madre de su lado un momento. Sólo un momento…
Apartó la gitana los rosales, levantó hasta arriba la bata para no estorbarla, corrió con las piernas temblando, pasó el patio del chamizo como águila veloz y agarró al niño –medio dormido–, en sus brazos. Él abrió dos ojitos llenos de miedo y empezó a llorar con fuerza. Le tapó la boca y le arropó con la lanuda manta gris. Se revolvió, pasó agachada la puerta del jardín con su corazón latiendo a raudales, salió al descampado y desapareció como espectro entre los matorrales. Las espinas habían ensangrentado sus manos y el viento castigaba su cuerpo ardiente. Pero ella corría ahora libre y lloraba. Lloraba de alegría.
Cuando volvió de madrugada al campamento gitano, estaban todos preparando la partida. Traspasó encorvada la puerta de lona y entró en la espaciosa carpa gitana. Su hombre estaba ausente. Los cacharros amontonados en medio, sobre la tierra, listos para el viaje. «¡Así que había decidido marchar… solo! ¿Y qué habría decidido sobre ella?». Se alteró. «Lo más probable era irse solo. ¡La repudiaría!», pensó. ¡Era evidente! Sin embargo –se le dibujó una grácil sonrisa en los labios–, lo cambiaría todo en cuanto viera al niño. Eso estaba garantizado. En un principio, se lo ocultaría, vengándose de tanto apremio, y esperaría a ver qué había decidido el suspicaz perdonavidas. Luego… ¡Ay, qué sorpresa! Le cogería de la mano y, sin mediar palabra, le conduciría al el rincón tras los trastos amontonados y le permitiría con indulgencia descubrir el capazo tirando del manto. Aquellos ojos inocentes, sin embargo, le harían olvidar rápido sus diez años de sequía, el borrascoso pasado, el miedo sobre el liderazgo, la desvergonzada Giujinda que pretendía volverle loco. ¡Ay! Si no existiera el bebé, seguro que perdería a su Naimán por esa pérfida gitana sin corazón. Pero ahora todo se solucionaría. Y mejor no lo piense más. Ahora había encontrado el remedio. Se echó en la alfombra extendida y cerró feliz los ojos.
En medio de la oscuridad, sintió inesperadamente una imprecisa inquietud que le anegaba el pensamiento. Como si las espinas de aquel rosal penetrasen trágicamente en el cerebro, paralizando su cuerpo. Adivinaba en su letargo una sombra que embestía profundamente su existencia y amenazaba su serenidad. Tinieblas impenetrables se asentaban sobre sus párpados. Reinaba el terror en su alma. No percibía si estaba despierta o dormida. Se incorporó inconscientemente, apoyándose en dos piernas temblorosas intentando sobreponerse a atroces presagios. La luz del alba bailaba pálida entre sus ojos aturdidos. ¡Y entonces le vio! Inclinado sobre la alfombra, callado, con los pelos alborotados como pirata resacoso, con la camisa de seda desabrochada –la misma de su boda–, con el pañuelo malva colgando alrededor del cuello. ¡Con el acero agarrado entre los dedos! Sintió su aliento tórrido en la cara, su semblante distante, extraño, riguroso, con una endemoniada amenaza en la mirada. Se asustó. Debía contarle enseguida el secreto. ¡Ahora!.. Lo antes posible…Llegar a tiempo… “Gitano mío…”
Su débil voz se perdió en su pecho palpitante. Sellaron el terror y la extrañeza sus labios. Sus piernas resignadas cedieron como alambres. Dio dos pasos atrás. Tropezó. Cayó de rodillas sobre la tierra húmeda. Miró paralizada su velluda mano levantarse. Al radiante acero en la mano lo vio acercarse lentamente con temple, como si dibujase serpientes en el aire. Sintió las espinas en su cuerpo, castigándola y penetrando en su piel. Y entre sollozos, sintió un supremo dolor desgarrar su vientre, traspasar su pecho y despedazar su corazón. Hizo por levantarse con el puñal incrustado en sus entrañas y apresar el río de sangre que emanaba de su delirio, detener el oleaje que cabalgaba en su desvarío, arrojar al abismo la líquida salobridad que encharcaba el cielo de su boca. Pero nada la obedecía. Ni la razón ni las rodillas. Se derrumbó –gratificando con su último pensamiento al barquero del Hades, que la aguardaba en la orilla del infierno–.
–Te he traído a tu hijo, Ganimedes –pudo solo proferir entre sollozos…
Su alma ya estaba lejos cuando llegó lejano, resonante e incontestable hasta sus desvanecidos sentidos el lloro perturbador del niño.
Dejó el gitano el puñal ensangrentado entre sus senos, recorrió con ojos temerosos el ambiente y se empeñó en adivinar el lugar de donde procedía aquel monótono lamento. Asombrado, vislumbró en aquel rincón resguardado tras los bártulos el canasto de mimbre cubierto por la colcha. Se arrastró hasta ahí y tendió las manos estremecidas como si quisiese implorar al minúsculo dios de aquella criatura que le perdonara. Tímidamente, tomó en sus manos la cesta hecha de esparto, la recubrió con cuidado para no molestar al pequeño cuerpo arrugado por el llanto y salió al resol ardiente de la madrugada con el sentido senil y los pensamientos entumecidos, sorprendido por el macabro desenlace y sin poder articular palabra, ni preguntar ni encontrar qué fue lo que realmente sucedió.
Ahí fuera, la caravana esperaba pacientemente la señal para la nueva partida con los carruajes preparados –puestos en líneas–, hombres y caballos. Un pueblo sin destino, sin metas y sin patria.
Desde el sur, se divisaba, subiendo las colinas, un gentío sobrio provisto de fanales de noche, palos y piedras en las manos y un inclemente odio en las miradas. Un ejército de verdugos y ajusticiadores, jueces y ejecutores buscando al niño robado de su alcalde. Algún ojo desvelado pilló a la gitana ayer noche escapándose con su prenda. Y no tardó en agruparse una patrulla de vecinos con evidentes pretensiones. «¡Castigo al miserable raptor! ¡El repudio a los suyos!», gritaban. «Ahí está el gitano ladrón con el niño en brazos», señaló un concurrente. «…sigue besándolo mientras el niño llora…», «¡Linchémosle!», respondieron los demás con saña.
Naimán apoyó la prenda robada en la tierra, cayó de rodillas, se agachó y besó al dulce bebé en sus llorosas mejillas. Luego, se arrastró más allá, inclinó la cabeza en el pecho y rompió en un trágico llanto interminable. El gentío le rodeó con los palos y las piedras, con la venganza esculpida en los ojos. Azrael, el conductor de las almas negras aleteaba sobre las brañas. La mujer del alcalde –la madre humillada– tiró la primera piedra hacia el cuerpo curvado del gitano. Luego, todos cobraron una parte de su derecho robado. Cuando acabaron, levantó la madre en sus brazos al inocente niño y dio una patada con rabia al cuerpo sin vida del gitano.
La caravana marchaba deprisa, descabezada, sin jefe, hacia el norte, cantando en coro un rezo de remisión. El bebé se había tranquilizado y dormía feliz en el pecho materno.
Sobre el abandonado campamento gitano empezaban a reunirse impacientes los buitres del cielo.
Este relato entre realidad y ficción esta publicado con el libro LOS SUSTRATOS DEL ALMA