EL NAVEGANTE: Canto I. Ténedos.


                                                                La primera unidad  del libro “LOS SUSTRATOS DEL ALMA” consta de 9 relatos que completan una                                                                       pequeña y sorprendente odisea, realista y vista desde el ojo critico de un mortal! Uno a uno lo editaremos                                                                en el blog dejando el prologo para el final porque realmente podría ser su epilogo. Las tablas,                                                                                      genealogías y comentarios intentaremos acoplarlos después lo mejor posible. Pido perdón por la osadía                                                                    de poner a mi “Ulises” al ojo del huracán…pero se lo merecía. El año siguiente lo traduciremos al griego!

Canto I. Ténedos.

                Año 1184. Mediados de marzo. El polvo de las cenizas se mezcla con las partículas humanas que se desintegran sobre las hogueras. Los muros derribados, los patios, lagunas encharcadas de sangre rancia, turbia y fermentada. Silencio y horror. Hedor y angustia en los ojos de los pocos que sobrevivieron a la catástrofe. Mujeres, ancianos y niños. Unas centenas. Ni eso.

     Extramuros. Los últimos carruajes transportan el botín a las naves que esperan vagamente –mitad en el mar, mitad en la arena– la hora de zarpar rumbo a sus moradas diez años enteros después que las dejaron atrás. Algunas naves ya se habían adelantado, y ahora estarían navegando cansinamente en medio del Egeo. Quedaban alrededor del patriarca Agamenón Diomedes y Menelao, el sabio rey de Pilos Néstor y Él, el temible y astuto Odiseo. Estos últimos días no solo permanecía inquieto y malhumorado, si bien enojado y molesto con varios de sus compañeros de batalla por razones que ni el más adivino acertaría. Más bien, no había razones reales. Estaba enfadado y basta. Después de diez años de miseria, guerras y tormentos, alguien tenía que pagar por ello. Y claro, no podían ser sus compañeros de aventuras, sino otros donde descargaría su ira y su cólera. En aquel momento, alejándose de los muros humeantes de Troya, empezó a urdir en su mente privilegiada un plan de venganza contra todos, hombres y dioses, mortales o divinos representados en los rostros de unos inventados enemigos que lucharon hombro con hombro con los troyanos cuando les atacaron por primera vez hace ahora un ramillete de años. Luego, se habían retirado a sus tierras de Tracia. Seguramente habrían olvidado este suceso marchito en sus memorias. Pero él no olvidaba. No tenía por qué olvidar. Para él, esos bárbaros eran una diana perfecta. Estaban cerca y tenían víveres y vino. Puede que oro. No se esperaban tamaña venganza solo porque un visceral reyezuelo se había comprometido a que alguien tenía que pagar sus desgracias –una vez más– antes de partir rumbo a su amada Ítaca, la isla más bella del mundo, la joya de su Reino, amesetada y extendida mirando el Jónico hacia el crepúsculo, árida y orgullosa de sus valientes. Orgullosa de su rey Odiseo, hijo del gran conquistador táfio Laertes.

     En la nave real de los Lacedemonios, el albuginoso Menelao intentaba hacer las paces con Helena. Aún la quería. ¡Menuda belleza para renunciarla! Además, arrepentida ella, había ayudado a Odiseo –cuando aquel se coló vestido de indigente por los empedrados de Troya–, a pasar desapercibido entre los transeúntes y los soldados y le enseñó todos los secretos de la ciudad. Gracias a ello, el héroe planeó y ejecutó con total éxito la invasión y el ataque contra los leales de Priamo. Decidió perdonarla, sin percatarse que dispondría de todo el tiempo del mundo, ya que como el mismo Odiseo se perdería por los mares del Mediterráneo durante ocho años enteros, consiguiendo navegar incluso hasta el deseado Egipto de los faraones. Pero nuestro duende de los océanos seguirá desde ahora a nuestro héroe itacense y no a Menelao, por lo que sería de deber nombrar las naves y hombres que lo acompañarían en su periplo.

     Con doce naves había participado en la conquista de Troya. Con doce emprendía el camino de vuelta. Dos o tres de las naves se habían perdido durante estos años, pero los reemplazó con autoridad por otras apresadas a los enemigos. Y los guerreros que perdió, los remeros y los pajes supo sustituirlos por esclavos, desplazados, y arrepentidos nativos. En la primera parada técnica que hicieron en la isla de Ténedos todos juntos, contaba Ulises con tres pentecónteros y nueve triacónteros. Las tres primeras representaban a las tres grandes ciudades: Ítaca, Zánte y Sáme. Cada una portaba cincuenta remeros en una única hilera de remos, un timonel y un sustituto, tres o cuatro criados y los dueños –que eran los propios capitanes, reyes, señores o infantes–. De las otras nueve triacónteros, tres pertenecían a las otras ciudades menos gloriosas del reino: Nírito, Egílipa y Croquílea. El resto, a la flota personal del rey Ulises. Las más grandes –con treinta remeros– y las otras seis –con veinte– llevaban además su timonel y su segundo, dos sirvientes y un mozo. Estaban capitaneadas por distinguidos héroes. Un total de casi cuatrocientos cincuenta valientes con las miradas puestas en Ítaca.

     Bastantes años después incluso de la propia obra épica de su nieto Homero –narrada y cantada como ningún aedo se atrevería jamás–, las pentecónteros y triacónteros darían paso a los primeros trirremes helenos allá por el ocaso del siglo sexto. Naves que superaban de largo los cuarenta metros, cargadas con 180 hombres, además de una mayor vela central y a veces otra menor en el trinquete de proa. Las naves primitivas que utilizaron los helenos en esta batalla de Troya –que medían apenas treinta metros de eslora y cinco de manga, equipadas con una única vela elemental en el palo mayor– se retiraron nada más aparecer estas monstruosas estructuras modernas que llevaban el nombre de Trirreme por su particularidad de contar con tres bancos de remeros superpuestos a distinto nivel en cada flanco. La velocidad máxima con remo y vela pasó de los escasos tres nudos de las triacónteros y de los casi cuatro de las pentecónteros a más de cinco millas por hora, utilizando todos los medios y por un periodo determinado. Aunque los promedios de velocidad en una travesía mayor de los dos días al añadirse todas las circunstancias e influencias externas bajarían drásticamente, habiendo días que no se alcanzaba por ninguna de ellas, recorrer más de treinta y seis millas en veinticuatro horas… era y es en la actualidad una dificultad añadida para calcular exactamente las travesías y destinos del rey jónico y su periplo oceánico mezclado entre el mito y la realidad subido a una de esas naos prehistóricas.

     Pero hoy y aquí, en este su siglo, varados en las playas amigas de Ténedos, a Ulises le parecía que capitaneaba los mejores navíos del Universo. De repente, pensó que, si le dijera algo sobre sus planes de venganza y pillaje a Agamenón, este le regañaría o le intentaría persuadir. Entonces, cambió de parecer. Se presentó fingiendo inquietud en la carpa del rey Argivo.

    –Me gustaría retroceder y echar un vistazo por si mi sobrino Mégis sigue tras nosotros. No lo veo desde que dejamos Troya –dijo con seguridad.

     Agamenón le miró con desconfianza, pero no era de su incumbencia tratar de discutir con el testarudo héroe por algo que para él no tenía la mayor transcendencia. Levantó con indiferencia los hombros y algo musitó entre dientes. Luego le invitó con un gesto brusco con la mano a “…que le dejase seguir con su partida de péttia, ¡diantres!”.

     Él sonrió tímidamente y se retiró como el cangrejo caminando al revés. Pasó prestando mil ojos por la parte trasera de la carpa Lacedemonia y susurró al guardián de la retaguardia del rey algo al oído. Este desapareció sin rechistar bajo la lona. Unos minutos más tarde, salió siguiendo de cerca a su caudillo y se postuló con la misma firmeza sobre las mismas huellas que había dejado al abandonar su sitio.

     –¡Es viejo, mas no sordo! –le regañó Menelao, mirando hacia el campamento del vetusto adalid de Micenas.

     –No nos oirá. Está del todo absorto con sus “trebejos”. Y luego… ¡qué más te da! Ya está decidido. ¿No irás a echarte ahora atrás? Nos espera el oro del Faraón. Y, toneladas de trigo entre Egipto y Libia.

    –Lo sé. Es para quitarte el hipo lo de esos amantes de baldaquinos. Pero ya lo repetimos mil veces, y siempre acabamos presas de los hechizos del oro y del opio. Hay que tener serenidad y firmeza para que no nos pase lo de las otras veces. Y sujetar a los hombres para no emborracharse de grandezas y posesiones y que se olviden el camino de retorno. Bastante tiempo hemos abandonado el hogar. Y ahora que ya ha acabado la guerra, es hora de volver sin escuchar más cantos de sirenas.

    –De acuerdo. Estoy contigo. Llegamos, recogemos lo que ahí guardamos y desaparecemos con premura. Te alcanzaré si tomas el rumbo relajado. Si no, te veré a la llegada. Antes tengo, como sabes, un asunto pendiente en Tracia. Dos días de ida y otros dos de vuelta. Solo son setenta y cinco millas. No me entretengo más. Si ves que a los cinco días no estoy a tu lado, iza la vela y… cada uno por su camino. Allí nos encontraremos de todos modos si los comedores de pan y de flores no se han vuelto hostiles y perdemos la vida.

    –¿Por qué tanto rencor con los cícones, esos ganaderos rudos que de nada te estorban en este momento?

    –No son los cícones, amigo respetable. Podrían ser cualquiera, al norte, al sur o hacia la aurora. No son “Nadie”. Soy Yo. ¡Es mi alma atormentada y la nefasta insatisfacción de tanta guerra, de tanto sufrimiento y de tanta nostalgia de la tierra que me quieren arrebatar! Tengo que saciar mi sed de venganza antes de volver a Ítaca para buscar la paz. Si no, caerá sobre ellos mi cólera. Y, aunque crueles y viles usurpadores, son mi pueblo y mis vecinos. ¿Entiendes por qué he de partir solo y he de vaciar la sangre de mis ojos antes de llegar a Ítaca? Nos vemos en los esteros de aquel río exuberante, antes de que acabe la primavera.

    Así, se separaron los dos valientes con un fuerte abrazo sugerente y conspirador. Luego, él se acercó con premura a la nodriza y apresuró a los hombres a tomar los remos y alejarse sigilosamente mientras la tarde moría entre las rocas de la isla que habían santificado con sus sacrificios y las loas a los dioses. A las pocas horas, se habían alejado lo suficiente –perdiendo el horizonte de los Argivos–, por lo que mandó a los remeros parar, girar el timón, izar la vela mayor y poner rumbo hacia el noroeste hacia la isla de Samotracia. Y de ahí, a las costas de Tracia, donde habitaban los Cícones. Más tarde, él mismo mentiría en su narración al propio rey de los feacios Alcínoo sobre la naturaleza de la empresa y le engañaría sosteniendo que fuertes vientos de sur y grandes olas le llevaron sin remisión a Ísmaro, la ciudad del respetado sumo sacerdote Máron.

          –Oiga, esa es una historia contada –protestó el Navegante.

     –Pues sí.

     –Usted dijo que vientos del sudeste arrastraron las naves hasta Tracia.

     –¡Mentí!

     –Claro que mintió. El mar Egeo es temible pero previsible también. Casi nunca soplan vientos del sudeste en el norte. Siempre llegan de tierra y son violentos y breves, vientos del norte como la tramontana, asiduos en el mediterráneo cuando arranca la primavera. Siroco, que es el rey del sudeste y toma forma en el desierto africano, nunca llega al norte del Egeo. Muere a pies de las Cícladas. Así que, o se fue voluntario a Tracia o la ciudad de Ísmaro no está allí, sino camino al sur por alguna isla o en las costas Heteas, a los alrededores de Millawanda. ¿En qué mintió?

     –Yo no, Homero. Trató de protegerme como si a mí me importase. Quizás a él le importaba el qué dirán si confesase que su abuelo había saqueado, violado y arrasado la tierra sacra de los Cícones por una cuestión de honor desvariado y caduco o por una venganza errónea que iba dirigida a otros y que por necia ceguera acabó con la paz de unos indolentes ganaderos. Por ello, puse a remar como posesos a quinientos hombres contra viento y marea para llegar a contracorriente a tierra de Ísmara en menos tiempo que nunca nadie podía imaginar. Sobre la tierra de Heteos nada tengo que decir ni comentar. Los dioses saben que los aprecio mucho por ser cercanos y vecinos a los de mi misma sangre.

     –¿En qué mintió más? Aunque fuera su vástago romancero, ¡qué más da!

     –En que durante diez años nos apalancamos en la playa de Troya esperando el milagro. ¡Qué insensatez! Y de vez en cuando, yo o Palamídes –o quien sea– nos dábamos un paseo marítimo y “romántico” para no sé qué ayudas y qué refuerzos cosechar. ¡No pasamos diez años envejeciendo e intercambiando serenatas con los Troyanos! ¡Es de necios! Todos estos años, mientras unas pocas guarniciones guardaban las salidas y otras minaban las fuerzas de los enclaustrados, los demás, con miles de naves, remeros y guerreros, surcamos el Mediterráneo de costa a costa hasta las orillas de Libia y de Egipto, hasta la Atlántida y las tierras de Eritheia. Saqueamos ciudades, quemamos campos, derrumbamos templos. Fundamos ciudades y las poblamos, impusimos a nuestros Dioses, engendramos a Danaos y a retoños Aqueos y volvimos siempre repletos de víveres para abastecer nuestros campamentos de Troya y surtir a nuestros hermanos de bienes exóticos y ricos de consumir y con decenas de esclavas preciosas, dispuestas a acompañarles en su espera eterna y desesperante. Y luego nos volvíamos a marchar navegando de arriba abajo y de oeste a la aurora. Una vez, vencedores, y otras con terribles pérdidas. ¡Y así quedamos en los anales de los siglos como los pueblos del mar que trajeron de cabeza a los orgullosos faraones de Egipto!

     –Esta historia última no entra en los cantos. Ni nadie la tiene relacionada –espetó el Navegante con enfado–. ¿No me estará contando fábulas inventadas para sacudirse de encima su mal hacer y su barbarie en tierras Cíconas? Y la Atlántida no creo que exista, ni Gerión, ni Eritheia ni que haya usted llegado con esas falúas de tres cuartos a tierras tan lejanas.

     –Solo los dioses saben que no miento –desesperó Ulises–. Pero sigamos, amable duende, con mis hazañas, que parece que tenéis más en estima que las verdades que yo os cuente, escondidas durante miles de años bajo la vergüenza o la ignorancia. ¡Seguidme!

     –Esto no me lo pierdo por nada del mundo– murmuró con impaciencia el Navegante.

                                                                                                                                                               …CONTINUARÁ

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