EL NAVEGANTE: Canto IX. La aniquilación tenía su alegato.


Canto IX. La aniquilación tenía su alegato.

 ULTIMO CAPITULO

               –Majestad, después de todo, ¿qué estamos haciendo aquí, lejos de Ítaca, huyendo de nuevo?
     –No huimos. Volvemos.
     –¿Dónde? ¿Pero el regreso no era a Ítaca?
     –No. El regreso es a África. O a Iberia o a Thesprotia. Donde espera una nueva tierra.
     –¿Y el reino, Sire? ¡Ítaca!
     –Aquí no hay nada más que hacer, Navegante. Ya no nos queda nada. Ya no nos quiere “nadie”… Dejamos desolación, muerte y despojos. Alguien siempre esperará agazapado para quitarme la vida.
     –¿Y su familia, señor?
     –Ya no me queda familia.
     –¿Cómo puede decir eso después de todo?
     –Porque es verdad. Oí que cayeron todos huyendo por el sur de la isla para alcanzar Pilos.
     –Esa noticia ya me llegó, señor, Pero no la creí, porque decían que usted también estaba, que también huía y que también cayó con los demás. Y se encuentra en la misma fosa…

     –¿Y si es verdad?

     –¿Cómo? Si su excelencia está aquí conmigo…

     –¿Cómo lo sabes?
     –Porque me habla y le siento.
     –Sientes mi alma.
     –Y le oigo.
     –Es la palabra inmortal que experimenta. La palabra, no la materia.
     –¿Son palabras de Homero entonces?
     –Lo más probable.
     –¿Él se salvó?
     –Ya le conté. Su destino ha sido igual de cruel.
     –Ahora me acuerdo. Encaja.
     –¿Encaja el qué?
     –Lo suyo. Lo de él. Había datos ocultos en los cantos. Premonitorio y reales. Porque él los vivirá en lo sucesivo y los conocerá de primera mano. Aunque los pusiera en los labios de Tiresias o de sus inventados personajes, escondía el futuro entre las palabras… ¿Es así, señor?
     –Aún nos quedan por cumplir algunos propósitos.
     –¿Pero cómo? Si usted se ha dado por muerto…
     –Todos tenemos que morir, pero no sabemos cuándo.
     –Me acaba de confesar que solo queda su alma.
     –Te acabo de confesar que hay historias que cuentan una u otra fábula.
     –¿Y cuál quiere que crea? Me sigue confundiendo…
     –Limítate a seguirme. ¿No te complace?
     –¿A dónde? Si ni siquiera estamos remando…
     –Fíjate bien. Otro agita los remos y las velas. Estamos navegando.
     –Empiezo a creer que otra vez tiene alucinaciones.
     –Tú no ves al timonel, pero yo sí.
     –¿Quiere decir…?
     –Podría ser.
     –¿El mismísimo Caronte?
     –No es mala compañía. Mientras no nos adentremos, podemos quedar entre la existencia y la perdición.
     –No me hace ninguna gracia. ¿A mí para qué me necesita? Ahora podía liberarme.
     –Sería quedarme sin conciencia.
     –Reconoció hace un momento que ya no le quedaba.
     –Yo no dije eso
     –Dijo que todo ha sido en vano, que el regreso ha sido una farsa y un fracaso. Eso es ser inconsciente.
     –Si quiere insultarme, es mejor llamarme vanidoso. Soñar con la conquista de todo un mar en vez de un diminuto reino en el Jónico…
     –Ahora vuelve a darme la razón,… ¿Y cuando se lo echaba en cara?
     –Cuídate del oscuro compañero de este último viaje nuestro, porque veo sus intenciones de desembarcar en la orilla equivocada.
     –¿Y si nos desprendemos de él?
     –Sera una lucha desigual.
     –¿Por qué? Yo no quiero morir ni estar muerto.
     –¡Para eso, tendrías, hace tiempo, que vivir sin mí!
     –¡Lo acepto!
     –Entonces sigue navegando. Coge la sota en las manos, el timón, y déjate llevar con la marea. Yo convenceré al barquero de que me acompañe por senderos de tierra, lejos del mar y las olas, lejos de islas y de aguas…
     –Le estaré eternamente agradecido, mi rey. Dedicaré mi vida a buscar a su nieto. Y cuando le encuentre, le hablaré de sus hazañas, de su valor y de su coraje… De su grandeza…
     –Buena suerte, Navegante.
     –Gracias.

          Odiseo cogió solo su humilde macuto, un remo desgarrado y quebrantado en el hombro. Enseñó con el dedo la huida hacia el embarcadero al hombre de negro que se ocultaba bajo la capucha y, con un imponente salto, le siguió tierra adentro… La nave roja descarenada –zozobrando– empezó a girar a poniente y se dejó arrastrar lentamente por las olas. La alargada sombra, quebradiza e incolora del Navegante se fundió con las velas ocres del navío. A poco, desapareció engullida por la difusa línea del horizonte…

          –¿Cómo te llamas?

     –¿Yo? Ya me habían dicho que eres un poco rudo. Pero no ingenuo.

     –¿Ingenuo yo?

     –“Nadie” pregunta mi nombre. Es irracional.

     –Te llamaré Barquero.

     –Sigues siendo inmaduro. Haz lo que te parezca.

     –¡Es lo último que me podían llamar! Astuto e ingenioso eran mis apelativos.

     –Alguien cercano te quería mucho… ¡Solo te lo podían decir por adulación!

     –¿Pero inmaduro? No tiene justificación.

     –¡Si ni siquiera sabes si estás muerto o vivo!

     –Tú tampoco.

     –Solo tenemos que caminar un trecho juntos.

     –¿Y luego?

     –Cada uno por su lado.

     –¿Entonces no tengo que seguirte?

     –Si quieres…

     –¿Y si no?

     –Eso lo dejamos para el juicio.

     –¿Qué juicio? No me seas tú también predicador…

     –Digo tu juicio. ¡Qué voy a ser yo beato!

     –¿Mi juicio?   

     –Alguien te tiene que juzgar.

     –¿Como el Navegante?

     –Ese era tu falsa conciencia. Me refiero al de verdad.

     –¿Cómo se llama?

     –Tú siempre interesado en los nombres… ¡Memoria! Se llama memoria.

          El divino juicio del vengador itacense se celebró en algún desierto de África. O quizá de Thesprotia. O el mismísimo Parnaso. Como el rey nunca fue claro, no sabemos si se perdió en una de estas tierras durante tiempo para meditar, reflexionar y medir sus bondades y sus maldades o simplemente dejó de existir, desvaneciéndose como los héroes cansados y decepcionados del nulo reconocimiento que reciben de su propia gente. Solo se sabe lo que a duras penas pudo confesar, no con convencimiento, sobre la matanza cruel que desató a su regreso a Palacio, las muertes que no quiso evitar, las esclavas que nunca quiso indultar, los pordioseros que no supo absolver y la paz que aceptó solo para agradar a su protectora garza, pero que nunca podría tener la mínima posibilidad de permanencia después de la sangre que el caudillo hizo correr a raudales entre sus propios súbditos. «No tengo que dar explicaciones a “Nadie” absolutamente» Lo tenía perfectamente claro. Él era el perjudicado por aquellas largas revueltas en el reino y el asedio de sus acreedores a su familia. No tenía la culpa de perder las naves y los soldados en la expedición y volver solo y despojado hasta de su propia alma. Estaba todo dentro del juego, el mismo juego que perdura hasta hoy, ajedrez o “pessoi”, estrategia y ataque. Hasta hacer caer las torres y los reyes… Y poder quedarte con todo. «A mí me tocó la otra cara de la moneda…». Bien, esto también está en el guion. «¿Justifica un nuevo juicio sumarísimo después de lo que me hicieron sufrir los dioses en mi regreso?».

     Ya se empezaba a imaginar el tétrico escenario que le habría preparado aquel o aquellos a que se refería el encapuchado. «¿Memoria?». «¿Qué querría decir con eso?»  «¿Ahora la memoria tenía rostro y silueta?».

          –Hombre, estás delirando…

     –Soy rey, no un hombre.

     –Para mí eres igual que los demás.

     –Sería mejor entonces que me ignorases.

     –Te escuché hablar solo y decir incongruencias.

     –¿A qué te refieres?

     –A tus desgracias en el viaje de regreso.

     –¿Tú también?

     –¿Ves cómo te lo han recriminado otros?

     –El que dejaste huir.

     –¡Ahh! ¡Me caía simpático!

     –¿Pero yo no?

     –¡Eres un alma indiferente! Sin purgar. Ganarías mucho si la dejases purificar.

     –¿Cómo?

     –Siendo sincero. En el juicio. No mezcles los años de las expediciones con desgracias imaginarias y dedícate a justificar tú ira y tú venganza con los nobles itacenses.

     –¿Y eso es todo?

     –No. Lo demás quedará en los cantos. Ya oí al navegante confirmarlo. Tendrás tu épica y tus cantares. Pero tu alma necesita de clemencia. Antes de entregarla.

     –¿Entonces? ¡Tengo el juicio perdido!

     –Inténtalo ganar. Convénceles…

     –¿A quién? ¿A la memoria?

     –Vas comprendiendo. ¡Al final puede que algo de ingenioso tengas! Adelante, “Majestad”, ¡prosiga!

          Estaba todo puesto en escena. Un decorado alabastrino, lujoso, altiplano. Columnas blancas como la transparencia, pulcras como la excelencia. Hojas glorificadas pintadas de morado, anilina y púrpura y aves divinas exánimes volteando los altivos techos del rectangular austero y sin embargo cálido palacio del reino itacense. Nada presagiaba las escenas dantescas que iban a ocurrir ahí en este celestial escenario nada más abriera el apocalíptico telón. Había bullicio y murmullos, miradas extraviadas e inquietantes, preguntas no dictas y respuestas silenciosas, expectación y curiosidad, recelo, agresión y expectativas. Telémaco no aparecía por el propileo, pero se le esperaba. Se sabía que la emboscada había fracasado y que el joven príncipe vendría a cobrar su venganza. Era un diestro luchador para su edad, fino y ligero, agudo y adiestrado por los mejores maestros de Palacio. Para la hora cumbre del combate, siempre se presentaba ataviado de sus sandalias –fiel reproducción de las del dios Hermes– y de su alada lanza.

     Cuando la espera empezaba a oírse por los acueductos del jardín como viento de cornamusa y los actores secundarios tomaban sitio en el interior del vestíbulo, forrado de bastidores terciopelados y visillos de sedas, pertrechado con escaños de ébano y mesas de pino largas repletas de suculentos alimentos, apareció por fin el hijo del dómine. Y, sin mostrar ninguna alteración, fue a sentarse cerca de sus fieles amigos. Mentor sonrió. «¡Cómo se había transformado este muchacho! Nunca será como su desaparecido amigo, pero su alma era más noble» Parecía…

     Las grandes obras duran un extenso tiempo en función. Las más grandes pueden solo en tres días elevar el espectáculo en un éxito de incontestable notoriedad. Según lo expuesto por el cegado rapsoda, la observación y el reconocimiento de lugar duraron tanto como la puesta en escena de la venganza encarnizada jamás contada. El galán era Telémaco. Y el dueño, en aquel momento, del propio escenario. Aún el Ángel vengador no había de mostrar su verdadero rostro, por lo que el joven anfitrión lucía sus modales impolutos con exquisitez, y paseaba su delicada pero inquebrantable presencia por el decorado, provocando al elenco de secundarios la angustia mortal de una inquietante expectación.

     Eumeo llegó a Palacio acompañando sorprendentemente al desconocido mendigo, a quien su joven anfitrión había invitado a la gala principal, a los intermedios y hasta a la gala de clausura como si de un emperador extranjero se tratase. Tanta intimidad con un andrajoso repugnaba. «¿Qué se ha creído este miserable viejo?», se jactó Antínoo, uno de los primeros e importantes actuantes de la apertura. «¡Y el insolente porquerizo lo hace adrede para provocar!».

     Telémaco puso más leña al fuego. Llamó al anciano –“su abuelo”– y le convidó, haciéndole sentarse a su lado. Luego, le preparó una bandeja de las mejores viandas y se las envió al forastero que seguía apoyado en los soportales, la misma postura que había adoptado durante los tres días del rodeo… En sus pies, una alfombra blanca, lisa y brillante exhibía unas largas patas apezuñadas con esmero y un hocico alargado y arrugado, inmerso entre los tobillos del extraño desamparado. Quizá lo que parecía alfombra, fuera su fiel podenco, que descansaba por fin eternamente después de lustros de espera y lealtad. ¡Oh, queridísimo Argo!

     El apuesto pretendiente, que parecía ejercer de líder de los sublevados, elevó el tono de voz de forma atrevida y, expresando su “aplaudida” desaprobación, se atrevió a recriminar al príncipe por tanta generosidad con un pedigüeño. «¡No le debemos nada!».

     «¡Yo lo tenía todo!». Abrió por primera vez la boca Odiseo y un extraño escalofrío recorrió el atrio. «Casas y riquezas. Era rico y poderoso. Repartía feliz a los necesitados lo que precisaban. Pero Zeus me lo arrebató todo. Me hizo vagar por África y por Egipto haciendo fechorías. Aniquilando a los hombres y profanando sus pertenencias y sus mujeres. Y luego se me volvió en contra. Que las voluntades de los dioses volubles son. Y su misericordia olvidadiza. Perdimos aquella batalla. Perdí queridos camaradas y acabé lejos de mi amada tierra, reo de mis abusos y mi perdición».

     ¡Ahh! Ahora empezaba otra versión. Parece que la trilogía requería de tres historias idénticas contadas de otra manera, otra perspectiva, en doble función como en los ballets cuando las bailarinas intercambian su rol por el inmenso sufrimiento que padecen sus extremidades sobre la tarima. Pero estas son conjeturas modernas. Y aún estamos en mil cientos setenta y cuatro con el mes de targelión, refulgente y húmedo. Y el pícaro transmutado aún sacaría de la manga cada día un relato distinto –pero con semejante argumento– para contar a los demás –y hasta a la “mujer paciente”– que una vez fue rey minoico; la otra, noble de Alibante o de Sicania. Hasta llegó a insinuar que fue peregrino en inhóspitas tierras… en tierras lejanas y desconocidas.

     «¡Este hombre no solo es un impostor, sino un embustero!», gritó Antínoo irritado. «Que quede lo más lejos de mí, no sea que le reenvíe a Egipto o a Chipre ¡para volver a perder su vergüenza!».

 

          –Otra vez la liaste, ¡Majestad!

     –Es a propósito.

     –Empezaste otra vez a delirar, a mentir. Y ya estamos en pleno escenario.

     –Dijiste juicio.

     –Es lo mismo. De eso se trata.

     –No eran delirios. Ahora les contaba verdades sobre Egipto, asaltos, botines y persecuciones…

     –Sí, pero ocultas tu identidad.

     –No tengo por qué confesar a esos rufianes nada de mis cosas personales.

     –No es a los rufianes. Estamos delante del desenlace final. ¡La matanza!

     –¿La venganza quieres decir?

     –En el lenguaje del Navegante era más apropiada la palabra “mnistirofonia!

     –No vamos a discutir ahora tú y yo de lingüística, barquero…

     –¿Por qué no? Después de aquí, asoma el final.

     –Ya me lo dijiste. Lo he entendido. Pero no inventes títulos.

     –Es el original. Hasta ahora no apareció nada genuino.

     –¿Cómo?

     –“ἀλλά τιν᾽ οὐ φεύξεσθαι ὀΐομαι αἰπὺν ὄλεθρον.”

     –Todo un aviso.

     –Colérica amenaza. 

     –Cada uno lo ve desde su perspectiva.   

     –La tuya es egoísta e intransigente.

     –Creo que te estoy haciendo demasiadas concesiones…

     –Pero no se te ve con ansias de reconocer ni de admitir nada…

     –Tampoco sabes todo lo que aconteció para juzgarme prematuramente.

     –¿Como el otro?

     –Sí. Como el otro.

     –¿Tanto nos parecemos?

     –Para nada

     –¿Entonces?

     –He dicho para nada…

     –¡Yo también soy un navegante!

     –Que los dioses me libren…

     –De mí esos no “le” van a librar, Sire.

     –¿Quién entonces?

     –Confesar tus crímenes, la venganza, ¡el exterminio! Razonar la honestidad de tu justicia.

     –Está llena de espectros…

     –Ha sido revelador. Será la primera vez que reconoces a tus Erinias. Yo ya las soporto una eternidad…

     –¡Pues quédate tú con tus fantasmas y yo con mis demonios!

          Una batalla es una batalla. Pero una trifulca es algo necio, esperpéntico y bufón. Nunca supe por qué mi jónico antecesor se vio obligado a describir escenas grotescas que recuerdan más al saloon del Lejano Oeste que a una hermosa lid entre nobles caballeros. Bueno, esto en el principio. En los prolegómenos, en el trueque de improperios y desafíos. Mejor para muchos de aquellos pintores lúgubres que nacieron siglos después en pleno Medievo y aprovecharon para expresar oscuramente algunos de los sentimientos primitivos y tenebrosos de reyes y plebeyos. Oponer un mendigo a otros es menospreciar “el género”. Ponerte a su altura es rebajar “el género”. No enterarte de qué va la película –perdón, querido lingüista, ¡la obra!–, te haces con todas las papeletas para salir escaldado. Eso le pasó a Antínoo. No solo ha tenido que recoger los pedazos ensangrentados de sus “perros falderos”. Pero, al atreverse a arrojar una banqueta directa al rostro del forastero –otro retrato de saloon–, recibiría aquel día del “juicio final” su merecido, invertido en un arpón mortal lanzado por Odiseo que le segará la yugular de soslayo.

     La gran dama de Palacio no había intervenido hasta entonces directamente. No parece que ella fuese condescendiente con los plebeyos y los indigentes como para prestar atención al anciano desastrado, pero aparentemente podría haber conjeturas sorprendentes y asombrosas. En este caso, ¿qué mejor que utilizar con argucia a la vieja nodriza Euriclea, quien cabía una posibilidad de que fuera su mismo confidente sobre las sospechas referidas? Porque al otro candidato, su amadísimo retoño –quien sí sabía la verdad–, es casi descartable que pudiese revelarle el secreto, porque el bardo tenía muy claro dónde estaba el puesto del varón en la sociedad. Y el de la hembra…

     La sospecha se confirmó. Era fácil. La longeva doncella de Telémaco y del propio Rey desde que era un niño –bañándole y perfumándole– le examinó de arriba abajo y acertó con las señales corporales, inalterables en el tiempo. El corazón de la anciana parpadeó y su alma se inundó de fresca sangre roja. «¡Ahora que no quede nadie!», deseó, sin proferir palabra sobre la revelación. El sentido de la tradición, el deber y justicia de los sirvientes en el curso de la historia han sido muchas veces más intolerantes que los de sus propios amos.

     Íntimamente, se encomendó a callar y a ayudar a su amadísimo señor para cuando llegue la hora del desafío, la revelación de la verdad y el cobro de venganza a pretendientes, vasallos y sirvientas infieles.

     Los deseos de una anciana que tiene acumulada tanta experiencia, sabiduría, afecto, maldad, esperanza o inmoderado credo pueden ser premonitorios. Si encuentran la vía aparente para salir de su vetusto frasco con su esencia sibilina, rancia, embrujadora o divina, pueden detonar magistralmente al cielo para emitir las señales amenazadoras que quieren interpretar los mortales. La señal –dicen– apareció en medio del cielo. Y algunos de los atosigantes aspirantes se retiraron asustadizos y cautos. Quedaban menos para morir… «Mi niño ya sabe con quién cuenta y con quién no», concluyó la vieja aya. Y se retiró a su choza a acostarse. La noche prometía. Y el día más…

          –No encuentro razonamiento en la prueba del arco que expuso “la dómina” a los nobles. Arriesgó innecesariamente “Sire”. ¿Y si usted no acertase? Dado que ella ignoraba quién era… ¿O cree que ella sospechaba algo? ¿Y si, al final, otro lo consiguiera?

     –Se ve que tu confianza en mí es nula, ¿verdad? Y eso que ahora presentas “tus respetos”.

     –Es cuestión de probabilidades. Había muchos participantes. Alguien podía acertar.

     –Imposible. Solo yo sabía cómo tratar el maldito arco.

     –¡Pero ella supuestamente no sabía que usted estaba ahí! De lo contrario, claro que sería lógico e inteligente proponerlo.

     –Nunca pensé en ello…

     –Le creo. A muchos he tenido que sepultar por más leves descuidos.

     –Pero salió bien. ¡Gané!

     –Insisto en el razonamiento. O ella lo sabía o ya no se conformaba con seguir siendo su viuda marchita, la esposa abandonada.

     –¿En qué lo basas?

     –En algo que puso el cantor en sus labios.

     –Yo no me enteré de nada.

     –Porque usted, solo sabe de mujeres desvergonzadas…

     –¿Qué dijo?

     –Se lo puedo decir con el propio verso.

     –Pues claro. Será curioso.

     –Ni la argiva Helena, la divina,

     se hubiera echado en brazos de ajeno amante

     si supiera que los “astados” la devolverían con inquina,

     al de su primer marido, el lecho errante.

     –Es la primera vez que me encanta escuchar recitar con gracia a un espectro.

     –Lo que no sé es si lo entendiste, —cambió el verbo el de la guadaña, enfadado—.

     –Con claridad. Pero es intrascendente en relación con los acontecimientos actuales.

     –Establece la relación de la conquista.

     –Sigo sin entender.

     –Piensa, si hemos llegado hasta aquí por la infidelidad de una mujer o por tus ansias de poder.

     –Si no llevases esa guadaña tan afilada, te podía haber partido en dos.

     –Pues ya sabes a qué atenerte. Y acaba con lo que has venido a cometer.

     –¡Judas!

          ¿Qué se sabía entonces de Judas, de Efialtes y de tantos otros? Aunque en todas épocas hubo traidores mezquinos y cobardes. No tardaron los demás nobles itacenses en echar toda la culpa a Antínoo nada más caer fulminado. Pero el iracundo adalid no atendía a razones. Olía la sangre y la deseaba…. Claro que la venganza se sirve fría, pero él ya estaba enardecido desde hacía días, y lo único que deseaba era acabar cuanto antes… ¡con todos! Él se encargó de Demoptolemo y Telémaco de Amfinomo. En la cumbre de la batalla, el viejo pastor aniquiló a Elato. Acabó el cabrero infiel como “vianda” de los canes callejeros; las esclavas colgadas por las mandíbulas; arrojados en sórdidas hacinas los cadáveres en los soportales y los patios como las orcas embarrancadas en Manitoba. Olor a rancia sudoración y sangre corrompida, olor a óxido y aleación, olor a llama y azufre, mezclado con el rocío del olivo y la salubridad del mar cercano.  Inusitada crueldad en las puertas del infierno. Desmesurada la masacre y la venganza sobre los que –con lógica– solo pretendían salvar el reino en su ausencia. Ceguera en los ojos del adalid y de su bardo, que nunca quiso desviar la mirada en otra dirección. Unos dijeron que le faltó el último canto; otro, que lo concibió, lo cantó y era diferente. El XXV. ¡La exótica letra ñ! Nunca lo sabremos. Aunque no me dejaré vencer por la disputa…

     ¡Y la adulación! Donde hay Judas, hay aduladores. Donde hay Efialtes, arrepentidas Magdalenas y Marías. Donde fieles verdaderos, otros –los hay tantos– medrosos alabanceros…

     En vano pidieron los adversarios unidad, alzamiento y sublevación a los lugareños. Los pueblos sometidos a sus amos tienen difícil entender la democracia. Y esa tardaría algunos siglos en llegar. Prefieren estar invitados al baile de Palacio. Engalanados, trajeados, disfrazados… Como les incitan presentarse los dueños. Como Odiseo quiso celebrar su victoria con ellos. Por todo lo alto. Triunfante y sin remordimientos.

     ¡Y está la presentación en sociedad de la damisela! En este caso, la re-presentación de la Dama. La dama olvidada. La mujer paciente. La madre “soltera” que se dedica a criar su hijo expósito. La esposa olvidada…

     Penélope, la granada dama, apareció en el vestíbulo azufrado e incensado como si no hubiese acontecido nada. ¿Para qué quería saber? Todo había acabado, le dijeron. Y puede que con sorpresa. Alguien estaba ahí. Alguien había vuelto al nido. ¿O ya lo sabía? Desde hace tiempo… ¿Quién es este hombre desconocido, cansado y anciano? ¡Qué bien que le había dado a su hijo antes de partir! Telémaco a su lado era un dios, Apolo o Hermes. Tendría ahora que rendirse de nuevo. Por fin. No a los pretendientes, sino a su propio esposo. El que la abandonó para surcar los mares, dilapidar su dote y su fortuna, yacer en furtivos regazos, volver solitario y vacío. Eso le quedaba…

     Las historias de los viejos recuerdos y el hechizo de la misma cama artesana de olivo que todos estos años permanecía en su lecho nupcial son parte del argumento en los finales felices de los cuentos. Cuando la rana se hace príncipe. Cuando se abren los ojos a la verdad. Cuando el desenlace se acerca. Cuando se da el beso de la resurrección y confiesa el uno al otro sus dichas y sus desdichas. ¡Él le contó toda la verdad! Su verdad. De Cíclopes y Lotófagos, de Circes, Sirenas y Ogros. ¡Otra vez! Otra vez alterando el cuento… Buscando la acción en vez de la verdad. Prefiriendo la fábula a la realidad… «¿Y usted dónde estaba, Majestad?».

     Y no podía faltar la moraleja. Lanzó –a su manera– el preaviso: «¡Aquí no ha terminado todo!¡Habrá, otro viaje! ¡El último!».

          –¿Ahora a qué ha venido eso?

     –Métete en tus asuntos, maldita calavera.

     –Ese es asunto mío también. El último viaje es el mío.

     –No me refería a este viaje.

     –Pero es que no tienes margen. Está el juicio. Y luego me perteneces.

     –Ahora me debo a mi esposa.

     –¿Desde cuándo?

     –…Y tengo que llegar a tiempo a recuperar a mi anciano padre.

     –¿Y luego?

     –Defender mi patrimonio. Mi reino.

     –La gente seguirá sublevandose.

     –¡Pues… acero!

          La última elegía a una guerra que se acaba y se lleva miles de almas a las cavernas de Hades, que siembra desolación y oscuridad, que asoma a la humanidad al caos y la perdición, es la sepultura. Las pompas fúnebres. Todas las expediciones necrológicas de repatriación de los cuerpos inertes a los hogares han sido siempre pomposas y exhibicionistas. Es una manera para llevar el mensaje. Para unos, mensaje patriótico de heroísmo y exaltación, para otros un mensaje de decadencia, infamia y fracaso. Allá en el valle de los Asfódelos se juntaron las almas perdidas en las expediciones, con las de los últimos defensores del reino de Ítaca, que a partir de entonces decayó y poco a poco sucumbió al empuje de los dóricos, por lo que sus sufridas gentes –antes de su inminente desaparición– buscaron otros senderos de emigración, nuevas tierras, nuevas aventuras.

     Mientras Odiseo y su recuperada dama estaban celebrando su gran reconquista, Aquiles y Agamenón –los grandes líderes aqueos– hermanaban con los agraviados nobles itacenses –siendo desde antes conocidos y amigos– intentando descubrir con extrañeza cómo ha podido suceder todo esto y llegar una vez más a una guerra civil, a la exterminación de propios y hermanos, un genocidio absurdo y sinsentido…

     «¡Insurrección!», se escuchó con estruendo entre aquellas almas deseadas de justicia. La proclamación popular de la anhelada Revolución. ¡Por fin! «Más bien, una simple reyerta», sentenció el vetusto rey-padre, seccionando la carótida del último sublevado. Laertes, antiguo expedicionario de los argonautas, nunca se olvidó de su linaje, su fiero valor, su deber y su sentido del “arbitraje”. Él era el legítimo administrador para dar el último y definitivo golpe. Como todos los patriarcas…

     Lo demás es casi como siempre. Después de la destrucción, llegan los pacificadores. Reparten justicia a los vencedores e injusticia a los derrotados y ¡proclaman la paz! «¡Ceded, itacenses! ¡La guerra ha terminado! Temed la venganza de los dioses, dejad de matar». La intervención divina en su apogeo. Primero dejan que la muerte actúe, luego piden el perdón y la penitencia. Y luego se establecen los pactos, que llevarán otra vez a los poderosos a la regencia y los plebeyos a su triste realidad… Y de tal manera –¡Oh Atenea!– podrán vivir para siempre en amor y paz.

          –Nos hemos adentrado demasiado, “señor” –dijo “Aquel”, ahora con más respeto y en tercera persona.

     –¿Y le importa? –le devolvió la cortesía el altivo adalid

     –¿En verdad? Sí. Recuerde: soy barquero.

     –Podría abandonar. Dejarme solo.

     –No está en mi mano, se lo prometo.

     –¿De quién entonces?

     –De los que dictaron sentencia.

     –¿Conoce el veredicto?

     –Yo sí. ¿Y usted?

     –A mí poco me importa.

     –Lo he notado

     –¿Entonces? ¿Me acompañará? Puedo convencerle para liberarme.

     –¿Cómo? ¡Nada posee!

     –Aún me queda la gloria.

     –Sin valor no es materia.

     –Me gustaría volver a ver, por última vez, al Navegante. Ha sido mi mejor amigo.

     –¿Es su último deseo?

     –¡No! Eso tampoco. Mis deseos serían más poderosos.

     –¿Que la amistad?

     –Que todo.

     –Le noto confundido, aunque intente hacerse el valiente y el “cínico”.

     –Una vez, alguien me insinuó que sería digno de esta escuela filosófica.

     –Insisto en que usted se hace el valiente para ocultar su miedo.

     –No, miedo no tengo. Es el vacío.

     –¿Por eso se dirige tierra adentro?

     –Es donde el vacío se hace desértico y árido como se merece.

     –¿Al final me dedicará su último deseo? Su último pensamiento.

     –Lo he pensado mejor. ¡Me lo quedaré!

El epilogo, La capitulación

               El pequeño desierto en aquel lugar perdido de la mano de los dioses estaba ardiendo. Las raquíticas dunas, resecas, repletas de breñas, con finas ephedras amarillentas y mirabeles –algunas muertas, algunas moribundas– crepitaban al arrastrado paso del desesperado suplicante, con el astillado remo en el hombro.

     Cayó de cuclillas, depositó el remo delante de sus sandalias e inclinó la cabeza hasta doblarse y besarlo con la punta de la nariz. Una sacudida agitó su maltratado pecho y su rostro se arrugó en desaprobación o arrepentimiento. Sin ni siquiera esperarlo él, una grave lágrima agrietada por la ardentía y húmeda como la entraña del mismísimo desierto se precipitó lentamente y se desparramó sobre el cuerpo alargado y ocre de una ilusoria y asombrosa ¡Mantodéa!

     El hombre de la guadaña le levantó la cabeza, le arregló la barba y se la hizo inclinar sobre su propio mentón. Estiró el brazo con firmeza.

          –¿La lágrima es de arrepentimiento? –preguntó, por si fuese su última inquisición.

     –¡La lágrima es mi lágrima!

                                                                                                                                                                                                                       …FIN

La capitulación SURREALISTA

     El pequeño desierto, en aquel lugar perdido de la mano de los dioses, estaba ardiendo. Las raquíticas dunas, resecas, repletas de breñas, con finas ephedras amarillentas y mirabeles, algunas muertas, algunas moribundas, crepitaban al arrastrado paso del desesperado suplicante, con el astillado remo en el hombro….

    Cayó de cuclillas, depositó el remo delante de sus sandalias, inclinó la cabeza hasta doblarse y besarlo con la punta de la nariz. Una sacudida agitó su maltratado pecho, y su rostro se arrugó en desaprobación o arrepentimiento. Sin ni siquiera esperarlo él, una grave lagrima agrietada por la ardentía y húmeda como la entraña del mismísimo desierto, se precipitó lentamente  y se desparramó sobre el suelo…

     Sacó la vieja oxidada pistola del zurrón y se desparramó los sesos sobre una ilusoria y asombrosa Mantodéa!

La capitulación confesa

El pequeño desierto, en aquel lugar perdido de la mano de los dioses, estaba ardiendo. Las raquíticas dunas, resecas, repletas de breñas, con finas ephedras amarillentas y mirabeles, algunas muertas, algunas moribundas, crepitaban al arrastrado paso del desesperado suplicante, con el astillado remo en el hombro….

    Cayó de cuclillas, depositó el remo delante de sus sandalias, inclinó la cabeza hasta doblarse y besarlo con la punta de la nariz. Una sacudida agitó su maltratado pecho, y su rostro se arrugó en desaprobación o arrepentimiento. Sin ni siquiera, esperarlo él, una grave lagrima agrietada por la ardentía y húmeda como la entraña del mismísimo desierto, se precipitó lentamente  y se desparramó sobre el cuerpo alargado y ocre de una ilusoria y asombrosa Mantodéa!

– Confieso! -Dijo sabiendo que ya nada tendría sentido… Porque negarlo? Nunca estuve en aquella imaginaria gruta del cíclope. Ni “nadie” le cegó. Yo era el ciego que no ví el mal en el mundo. Erradicarlo! Espero que mi nieto lo consiga. Y ahora ya puedes hacer caer a la guadaña!…

 

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