EL NAVEGANTE: Canto V. Tocado y hundido


Canto V. Tocado y hundido

 

               –¡Entonces, borremos los cantos de una tacada!

     –La Ilíada ha sido un gran canto épico. Una gran guerra.

     –¿Guerra o batalla?

     –¡Guerras! Ya me explicaré.

     –¿Y la Odisea? ¿Mis hazañas?

     – Sus mayores hazañas están en la Ilíada…

     –¿Así que lo otro no sirve? Tantas aventuras, lucha, sufrimientos y desdichas. Bordadas y naufragios, anhelos, desdenes y nostalgias. ¿Y yo qué fui? ¿Un charlatán? ¡Tocado y hundido!

     –¡Nooo! Nunca quisiera tal desconsideración para usted Majestad. Ha sido un gran hombre y un gran rey…

     –Sí, pero te sobran monstruos y episodios desmesurados e inhumanos.

     –¡Y me faltan mujeres de carne y hueso! Y combates, depredación, invasiones y correrías junto a los demás pueblos del mar. Con aquellos “otros” compañeros que no le ríen las gracias todo el día, como Elpénor o Antifo.  

     –En la Odisea no hubo combates. No se escribió para eso.

     –Por tanto, es difícil justificar el espacio. Explicar al lector «¿dónde estuvo, Majestad, tantos años después de la gran Guerra?».

     –No necesariamente hay que suprimir de una tacada todas las hazañas por la presencia de los monstruos. Contienen otros significados, otros mensajes. Incluyen el espacio y el tiempo necesario…

     –¡Justo! Pero para otros menesteres.

     –¿Y la influencia del viento? ¿Cómo puedes menospreciar, tú, experto y fanfarrón navegante, su enorme influencia en el tiempo y el espacio?

     –Nunca se me ocurriría. Acaba de proferir una blasfemia, y los dioses nos castigarán. Puede jactarse de monstruos, de mujeres, de festines y de embriagueces descomedidas, pero no del demérito de los elementos de la naturaleza. La influencia de los vientos y las corrientes en las travesías.

     –¿Entonces, dices que Eolo sí existió?  ¿Y la isla Eolia también?

     –Si negase su existencia, nos hundiría en un instante. ´Él o su padre, el del tridente.

     –Bueno, hemos llegado a alguna conclusión que no es impugnable…

     –Que exista Dios y sus maldades no es exclusivo de esta época. Que viva en su propia isla y ate y desate vientos a su antojo encerrados en una burbuja o en un odre nadie se lo cree. Que haya rocas movedizas, terremotos y fallas hipogeas no justifican los Lestrigones, la Escila o las Sirenas. Y Caribdis es un común fenómeno geológico en el agua. Los remolinos acuáticos son tan peligrosos que pueden engullir una enorme embarcación. Sus traicioneros cuerpos de agua pueden ser más horrendos que el propio de una bestia marina de larga cola. Usted es un experimentado, capitán Sire. Un insuperable marinero. Todo esto lo domina a la perfección. 

     –Dejemos por un instante a los elementos. ¿A las mujeres por qué querías multiplicarlas en vez de suprimir algunas? –Aquí no pudo contener su sonrisa el pícaro Aqueo.

     –Porque de esas seguro que habrá habido miles. No las pocas bellezas principescas que le inventó el poeta. Las otras “aventuras pasajeras”. Aquellas que los marineros llaman “un amor en cada puerto”. Eso sí sería justificable y lógico.

     –Y tú no crees en la lógica y la veracidad de los cantos. Lo has dejado claro.

     –¿De los cantos? ¿O de los hechos?

     –¿Qué más da?

     –Muchísimo…

     –¿No son lo mismo?

     –Noooo. Basta ya de exclamaciones. Me haces, adrede, salirme de mis vestiduras ¡Y no llevo! –Aquí el que sonrió era el desesperado Navegante–. Yo nunca dije, señor “Nadie”, que los cantos no contienen hechos y los hechos no les son propios. ¡Digo –y lo sostengo– que los hechos están camuflados tras las apariencias!

     –¿Apariencias?

     –Por eso, sus compañeros a menudo desconfiaban de usted. Ellos son más terrenales, más temerosos y más ingenuos. Sus barrigas tenían mucha más importancia que los palacios, las princesas y las camas ornamentadas. Hasta los transformaron en unos cochinos deplorables.

     –¡Quien los transformó fue Circe!

     –¡Y un cuerno, Majestad! Y perdóneme la osadía. Alguien que los veía como tales, sucios y hambrientos, humildes y sedientos, desesperados animales aturdidos y desconfiados. Por eso, Euriloco no se fiaba de lo divino y del hechizo.

     –Volvamos. No me gusta el cariz que toma otra vez tu teoría. Siempre salgo perdiendo.

     –Perdiendo fabulación sí, Majestad. Pero ganando realismo.      

     –¿Dónde viste realismo?

     –Donde Elpénor se rompió la crisma después de una orgía. ¡Dormirse en una techumbre! Las melodías mezcladas de alucinógenos y friegas con aceites de esencias, con que disfrutaba Polites en las casas de lenocinios y los lupanares de Libia y Egipto.

     –¿Y la fabulación?

     –¡Que los actos fúnebres por Elpénor, los sacrificios y las ofrendas a Perséfone se transformaron en un viaje espiritual a Hades!  

     –¡Qué imaginación!

     –No mía.                                                 

     –Podía haberse quedado en un verso. Simple, breve y poderoso. Nada más. Pero como siempre te ensañas con tus insinuaciones, seguro que dirías…y después siguió una buena “francachela”…

     –¿Y la gloria?

     –¿La gloria?

     –Su gloria. Quería encontrarse con Aquiles, con Agamenón y con Ajax el Reciario. Ver al hijo querido de su consuegro Néstor para darle luego el pésame. Acariciar la frente pálida del hijo de tu fiel aliado y cofrade Perimedes. Abrazar a su amada madre Anticlea porque alguien le había alertado de su muerte. Y vanagloriarse de sus hazañas: que solo los argonautas se habían asemejado –con héroes incluso más poderosos– unas generaciones antes… Y engañarse a sí mismo pidiendo consejo a Tiresias: «¿para cuándo el retorno a Ítaca?» delante de sus camaradas, ya que durante años les había engañado con ese sueño.

     –¡Has descrito con imaginación un rito funerario!

     –Soy navegante, pero no carezco de imaginación.

     –Pero la rechazas. La combates.

     –Solo evito mezclarla para no dañar la objetividad.

     –¿Y esa dónde está?

     –¡En Trinacria!

 

          A la isla de Trinacria –esa que luego se llamó Sicilia por los guerreros sículos del mar– llegaron por centenas las naves aqueas, ahora ya reunidos después de prestar durante años sus espadas al servicio de los faraones y los sidonios soberanos. Los lugareños se habían aliado con frecuencia a los danaos, a los pelleset y a los minoicos                         devastando el imperio Hitita y los Alasiya de Ugarit o las costas de Asia y el Oriente Próximo, y los recibieron con los brazos abiertos. Sin embargo, conociendo sus ansias de pillaje, trifulcas, mujeres y dipsomanía, les advirtieron que no estaban dispuestos a permitirlo más allá del deber de la hospitalidad entre amigos y asociados. La isla había prosperado desmesuradamente en ganadería y siembra. Los astutos sículos habían trenzado miles de historias truculentas que se supone que acontecían alrededor de su isla para alejar tentaciones tales como ahora adivinaban en los ojos de los egeos de los pueblos del mar. Así, se rodearon de remolinos que parecían inmensos cetáceos, de titanes y cíclopes, de brujas hechiceras y –algo más lejos– de Sirenas melindrosas. Y en sus prados ladeados y sus valles de ocre y olivo guardaban sus incontables ganados de bueyes, pastando pacíficamente a la espera de contentar a las flácidas andorgas de los ahora retirados mercenarios.

          –En las guerras eso pasa siempre.

     –Y en las invasiones.

     –Como lo digas. Cuando un ejército está hambriento, entra en las poblaciones, roba los alimentos, ocupa sus casas, se merece a sus mujeres e hijas…

     –¡Qué vergüenza!

     –Sí, no digo. Pero es lo que pasa.

     –Por eso, su nieto lo camufló –nunca mejor dicho– bajo el inocente robo de los bueyes ¡del Sol!

     –Inocente para nada. ¡Con eso acabó para siempre con mis compañeros!

     –Era una gran ocasión para dejarle solo con su vanidad.

     –Le contesté antes. En la guerra todo está en el guion. No hicieron falta francotiradores. Aquí, la venganza ha sido divina.

     –Como en todas las guerras, escudadas tras las religiones y el fanatismo dogmático.

     –No me vas a hacer otra vez tomar el nombre de los dioses en vano…

     –¡Sire! ¿Qué pasó exactamente para quedarse sin compañeros después de saquear Trinacria?

     –¡Ha sido el poniente!

     –¿Cómo?

 

         Los sículos se plantaron por miles delante de los desagradecidos visitantes. Todos –hombres, mujeres, ancianos y criaturas– corrieron a defender su heredad. «¡Pero si solo son unos bueyes!». «¡Sí, pero es todo lo que tenemos!». Los pueblos luchan siempre por sus alimentos, sus casas, sus campos, el agua y su honor. Y aunque muchos caen, al final resisten. Como resistió Trinacria. Y luego Ogigia –que ya se verá de otro modo en el siguiente canto–. De otra manera. De la misma guisa. La misma sustancia, en otra época contemporánea y actualizada. Hubo parlamentos y discusiones, asambleas y amenazas, ruegos y anatemas. Al final, los Danaos se apiadaron. O tuvieron miedo o ya habían saciado su hambre, sus deseos y su altanería. Mientras, el rey Sol –dueño de bueyes y de súbditos–, oculto tras la tormenta, urdía enojado su venganza. Se fueron a las naves, adosadas una a una en la larga playa debajo del imponente volcán que escupía sin cesar fuego y cenizas. Embarcaron con pésima voluntad y pusieron rumbo a lo desconocido, mientras el cielo se teñía de negro y había engullido al océano en las huecas entrañas de sus nubes.

     Rompieron los mástiles. El palo mayor cayó a la cabeza –directamente– del timonel y le arrancó los sesos. Quedó en pedazos. El espectáculo ha sido dantesco.

     Las naves una a una fueron a pique con todos a bordo. Nunca “nadie” vio semejante tormenta, semejante tortura, semejante desgracia, ¡semejante perdición!

     Fue el final de la expedición. Todas las expediciones al final acaban devoradas, rotas, devastadas… ¡Y en todas las épocas se repiten por igual! Alguien se salva o “Nadie”, pero seguro que alguien se apaña para salir ganador y triunfante y preparar la venganza o la réplica. Aquí se fueron todos. Los Itacenses seguro. De los demás, probablemente algunos se salvaron y se volvieron a sus moradas. O buscaron otras. Así, llegaron a tierra de Tartesios y de Galicia. Y sobre todo a tierras del levante Ibérico, fundando “Kallipolis”, Hemeroscopio y Pirene.

     El rey itacense, ahora solo, náufrago, asustadizo, desarmado e indefenso, se dejó llevar subido a un tronco de oportuna madera que la palada Atenea seguro se había procurado para su protegido sin apenas confesárselo a su tío tridentino.

     Sus camaradas –sus queridos compañeros de casi trece años de aventuras– habían desaparecido para siempre. ¿Por su culpa? ¡No, por Dios, no! Que nadie le culpe de eso.

     El puzle Homérico de medición es: “de uno por nueve y el diez a descansar”. De ahí, los religiosos cristianos tomaron su “seis y el siete a descansar”. Y otros lo habrán multiplicado como han querido. Por tanto, ¿por qué íbamos a cambiar la multiplicación? Nueve días pelearía con las olas asesinas Odiseo antes de que en el décimo viera las luces de ¡Ogigía!

     Y ahí, en medio de la neblina, el miedo, la desdicha, la duda de lo desconocido, la mezcla de los tiempos, el destino final que se acercaba, el cansancio, el agotamiento que ya se volvía monótono y… la repentina y soberbia presencia de Calipso –princesa de Gozo, el archipiélago de Malta y del sureste mediterráneo– se quedó Odiseo preso de sus últimas alucinaciones, que asemejarían de tal realismo la época homérica de las expediciones de los pueblos del mar con la segunda guerra mundial…

     Nota del autor: “é de engaño” constituirá un paréntesis surrealista y disímil. Pero solo así he podido convencerme de los siete años enteros que un guerrero como Odiseo ha podido ocultar, tras las faldas de una hembra, por lo hermosísima que ella fuese…

                                                                                                                                   …CONTINUARÁ

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