¿LA DECADENCIA DE LA PASTA?
¿Quién teme a la belleza?
Hace años que defiendo como un cruzado porfiado la pasta griega. Y ni siquiera mencionaría la elevación al sumo, adonde la llevó la Sra. Ioanna alguna que otra noche en la pasarela de madera de Kyani Akti, en Cefalonia. Me conformaba con la serenidad de La Busola, la licencia de La Fontanina o el remozamiento de Il Fungo. Dije antes que nuestros etruscos vecinos nunca podrían elaborar una pasta como los griegos. Eso sí, les superaban en marketing y ´salsocultura´. Hasta ayer. Y estoy dándole vueltas por si tengo que renunciar a mi teoría o simplemente tengo que denunciar al peor sitio de Atenas para degustar una pizza o devorar unos espaguetis, unos linguinis o unos anchos papardele. Optaré por lo segundo. ¡El sitio está en la plaza Esperidon de Glyfada y se llama Vittoria Gati! ¡¡Έλεος!! ¿Comprar y reformar una de las más simpáticas terrazas de Glyfada, donde se elaboraba el mejor capuchino para montar una pizzería-trattoria pseudoitaliana y guiri? ¡Y encima con nombre y apellido de los Apeninos para dar de comer basura orgánica a sus despistados clientes es un sacrilegio! Que Demeter nos perdone.
Sin embargo, llegué súbito a la descalificación de un sitio que igual no tiene la culpa de ser tan negativo, pues quizás detrás hay otro fondo buitre al que solo le importa la recaudación de la noche antes de que un cliente exigente se largue asqueado sin probar casi bocado rastreando las cafeterías de la zona para quitar el mal sabor de la boca a través de un Σπασμένο Millefeuille —un milhojas roto—, con helado de caramelo y chocolate.
Antes de seguir nuestro viaje a Atenas, querría haberme quedado más rato en los islotes de Tourlida en compañía de mis nostálgicos zaparitos para presentar al mundo una gastronomía única, sencilla e irrepetible, la de Mesologgi y su provincia, con sus anguilas al carbón, sus salazones, sus pitas genuinas y su malaguziá de reflejos cristalinos. A veces, hay sitios totalmente incomprendidos, donde la mercadotecnia no llega nunca, donde la gente sigue sin enterarse del mundo bursátil y sus alcahueterías y donde se sigue pescando la anguila con técnicas tradicionales, se siguen colocando encañizadas, se ahúman o se salan los teleosteros a la antigua y la botarga duerme envuelta en fleur de sel meses antes de desvirgar su caparazón de cera para emborracharte de su aroma. La gente sigue soñando con Santorini y Miconos y sus bares de desenfreno nocturno sin cansarse de la obscura vista del volcán que aparece una y otra vez envuelto en postales y que a mí también me satisface, pero que se olvida en su empeño o en su escasez de oportunidades inagotables de sitios como Mesologgi y su Laguna, donde Lord Byron fue a morir alejado del mundanal ruido. Ciudad de apenas dieciocho mil habitantes, donde cinco primeros ministros nacieron, que meció poetas y literatos como Palamás, Drosinis, Malakasis, Zotos y Travlantonis, que fue estandarte y leyenda de la revolución contra los otomanos y que aún sostiene su título de ciudad sacra y donde la biosfera ha depositado la mayor parte de su dote en forma de humedales.
Mi amigo Xenakis un peculiar y exigente mesologgita que mantiene las costumbres ancestrales y que es algo incómodo discutirle lo más mínimo sobre lo más mínimo, prepara cada día —y no exagero— un sinfín de platos tradicionales y de autor propio e irrepetible en su patio del barrio popular de καλά καθούμενα, a la espalda de la más bella laguna que la naturaleza inventó una madrugada que se cansó de olas gigantescas, rocas prominentes y profundidades sin fondo y que decidió vivir en aguas someras, saladas y algo legamosas, donde el sol no tiene un ocaso natural, sino que se inventa un baile celestial que montan sus rayos ambarinos cuando se topan con las colinas de sal y los caminos que serpentean entre marismas. A cada ser humano que pasa por delante de su patio —y eso porque no domina la lengua de las bestias y las hadas—, le invita a pasar y degustar con él su sorprendente menú de crizaroto con hierbas salvajes, hermosas anguilas y doradas salvajes abiertas y asadas lentamente en carbón ardiente, lisas y mexinaris madurados en sal como él solo sabe inventar, queso feta en tomate picado rojo y maduro envuelto con papel de parafina y asado al horno y unos boquerones en vinagre donde el vinagre parece limón perfumado y canela. Y a veces hasta inventa algún bocado relacionado con la mejor botarga del Mediterráneo, denominación celestial de origen. Al recordar esas singulares “últimas cenas” –—pero repetitivas— a lo Xenaki, mientras me enojaba irremediablemente en la seductora pero estéril en valor gastronómico terraza de Glyfada, pensé que mejor que no nos acompañara mi apasionado amigo, pues les hubiese puesto como un trapo por su poca delicadeza con algo para él sagrado. La pasta griega y el valor de la gastronomía helena.
Antes, para ir de Mesologgi a Atenas tenías que contar una a una las cruces del calvario que imaginabas en tu camino en forma de conos rojiblancos. Tardabas cinco y seis horas, y tus manos acababan agarrotadas por la presión sobre el volante. Ahora la ruta de las anguilas, la botarga y las pitas de espinacas está despejada de tal manera y en forma de autopista nueva y reluciente que sería un crimen encerarte en el hormigón de la capital y no dar un pequeño salto en apenas dos horas y media para contemplar la más hermosa Laguna que su eterna pintora enamoró para siempre. Y aunque nosotros por necesidad hace días hicimos el camino inverso temerosos por el estúpido Sr. Covid que empezaba por primera vez a arreciar en la Ática, a la primera ocasión dimos de nuevo la vuelta, tomamos el mismo camino donde ya habían desaparecido las cruces —aquellas interminables señales de obras—, surcamos por encima del imponente puente ´colgante´ de Río-Antirio y nos entronizamos en las mismas habitaciones austeras y sencillas sobre los lomos de la terraza más amorosa frente a los palafitos de madera junto a amigos queridos, igual de ansiosos de separar con los dedos el churruscado manto de la piel de las mantecosas anguilas.
De Atenas nos encargaremos de nuevo algo más tarde a nuestra vuelta, pues después de Roma no podemos omitirla. Pero por el momento, solo mencionaremos nuestra tarde más apacible oteando el Partenón, que nunca el ojo se cansa de contemplar, un día después de las tormentas repentinas que limpiaron la capital de las civilizaciones de sus eternas nubes de polución, pero que no pudieron hacer nada con el quisquilloso virus, que va aumentando los contagios día tras día. Sin embargo, el sol en Ática es tan devorador, tórrido y ardiente que en pocas horas devolvió las calles desecadas y limpias y las terrazas llenas de gente sorbiendo lentamente sus fredos y capuchinos bajo las mascarillas que aguardaban bien sujetas en sus frentes. Era la nueva moda llevar unas mascarillas de telas estampadas como elegantes diademas. Una de mis haditas del bosque se alejó cabizbaja camino del autobús que la llevaría de vuelta a su facultad, al lejano Kilkis, donde no necesitan gel hidroalcohólico, pues cada tres minutos escupen sobre los dados del Backgammon antes de tirarlos sobre el tablero exclamando con rabia: “¡Dortia!”. Las otras dos sabían que les costaría seguir la travesía sin ella, pero la imagen de las aguas celestiales de Mirto y el perfume de los linguini con dátiles de mar prohibidos les igualaría la nostalgia por la “chavala loca”, como ella se haría llamar a partir de ahora en su página de Instagram.
Por fin ya está en los quioscos el poemario de la dama de la Laguna y mi divagación sobre la elección de la foto destacada se ha disipado. Más de una vez, he pensado que la satisfacción que me da colaborar con un minúsculo medio provincial, mantener un blog a salvo de multitudes, editar mis libros al amparo de pequeños y artísticos sellos editoriales, fundaciones y cooperativas y separar lo εὖ ζῆν del consumismo diario están más cerca de la felicidad que cualquier éxito financiero rimbombante. ¿O es una utopía?
De nuevo, las fotos son de Chifae y de Talía, que ya estará camino al norte a siete horas de autobús comarcal, con su mascarilla de blanco satén y manteniendo las distancias con su alrededor, pues acaba de abandonar una breve aventura amorosa que no conducía a ninguna parte. Evita provisionalmente se quedó sin sus cosquillas y sus achuchones hasta nuestro reencuentro en las faldas de la Caldera en Santorini. Pero Cefalonia priva y espera ansiosa… Ya habrá tiempo de desprendernos de las mascarillas.
Sucede lentamente 2020 y es Ferragosto.
Yo también estoy enamorada de la laguna. Y q decir de los espaguetis con dátiles Del Mar, súper prohibidos, pero q todo griego come con gusto.