El o la PCR —que tanto da, pues nadie sabe si es de género masculino o femenino— en un laboratorio privado cuesta 120 euros, pues el sistema sanitario griego está colapsado. Y si quieres transitar por tierra de transalpinos, hay que joderse. Así se habla en mi pueblo y así lo digo. Y encima, los contagios en tierras helenas dieron por fin —maldito fin— el salto y superaron los 300 diarios. Y suben. Un mal augurio para el país europeo menos contagiado. Y pensándolo bien, por 120 euros más quizás la “Chavala Loca” no emprendería el camino de espinas a Kilkís, que está confinado desde ayer junto a cuatro provincias más del noroeste. ¿Dónde están los cerros y las vegas más liberados? Necesitamos un tiempo de tregua. Liberarnos del ansia y la inquietud del día a día, amenazados por ese descorazonador enemigo invisible.
Dejar atrás los atardeceres de la Laguna es un pecado imperdonable. Dejar los pasteles, los vinos y las noches amenizadas entre cojines y mesitas de cedro en Alatiera, la terraza más inesperada de Mesologgi, es una infame traición. Olvidarte de los zaparitos, de los flamencos, de los patos en las empalizadas, de las anguilas humeando, y de los niños chapoteando en los lodazales de una albufera que recuerda a los blocs multidisciplinares, por un lado cuadriculados y por el otro pausados, va a costar un tiempo. Parece mentira cómo van y vienen las simpatías. Hasta hace poco ni siquiera reconocía que esa maravillosa laguna era mi hogar. Otros amores habían invadido mis sentidos corporales y literarios. Pero no se trata de regresar para abrazar y ocupar el olvidado hogar como hizo Ulises, pues yo nunca he sido infiel, sino de tenerlo en mis pensamientos y mis recuerdos…
Los ferris de Igumenitsa a Brindisi salen o un poco antes de medianoche o algo después. Como si estuviesen jugando con la angustia de cenicienta acosada por el implacable cronotopo. Es el trayecto más corto desde la costa helena a la transalpina. Y una buena combinación si se quiere utilizar dos ferris para alcanzar la anhelada Iberia. Igumenitsa-Brindisi-Civitavecchia-Barcelona. Ese es el itinerario. Treinta horas marítimas más los retrasos y cinco o seis horas terrestres. Normalmente, los viajes de ida son mucho más frescos, despreocupados y cómodos. Incluyen ilusiones, esperanzas, búsquedas, deseos y apenas decepciones. Los de vuelta están cargados de recuerdos, de nostalgias, de agotamiento, de incertidumbre, de inquietud y de montañas de ropa sucia y sudorosa. Maletas magulladas y parabrisas llenos de excrementos de pájaros. Y absoluta conciencia de que a tu regreso encontrarás tus plantas mustias y quebrantadas por la solana. Ellas también tienen sus Covids, sus angustias y sus malignidades. Ya sé que se nota todo eso en mi ánimo. Y me he vuelto más malhablado. Ya sé que mis palabras ahora se leen más rápido, más desinteresadas y absolutamente pesadumbrosas. Sin embargo, solo quería ir cerrando un círculo renaciendo la memoria de la Laguna y abriendo otro a través de otros arcos, otros pasadizos y otras evasiones. Los zapatos de cristal ya no le caben a la Cenicienta. Ni siquiera es capaz de aguantar las doce campanadas para zarpar hacia lo común y lo ordinario. Lo de cada día de cada día de los ya poco interesantes días. Y encima, ese endemoniado virus crece en vez de menguar. ¿Qué culpa tendrán los zapatos de cristal si el rey se ha largado como un delincuente dejándolos a sus amantes?
Y no contaba con Brindisi y los otra vez incorregibles italianos. Son el colmo. Cada día, estoy más convencido de que son los mediterráneos más maleducados. Y se han vuelto inconscientemente racistas. Serían odiosos si no fuera por la simpatía universal que se les tiene por culpa de sus espaguetis y por Pavarotti. ¡Ni siquiera miraron los certificados de Covid! Ellos los exigieron para fastidiar. Pero no… Solo les importaba tiranizar a un pobre asiático, pues circulaba con una furgoneta con matrícula de Francia, cuestionar la tarjeta de residencia universitaria de Chifae como documento válido de tránsito para ocultar otras convicciones y pasear arriba y abajo a lo largo de la cola que se había formado por decenas de vehículos durante más de dos horas. ¡Sin resultado! ¡Y sin razonamiento! A una moto de gran cilindrada con dos melindrosos alemanes melenudos —chico-chica— y a un descapotable con matrícula suiza los dejaron salir de la cola y marcharse sin apenas mirarles los pasaportes ni sus declaraciones, que probablemente habrían rellenado con «Efectivamente. ¡¿Cómo vamos nosotros a tener el virus u ocultar ´maría´ en las alforjas sin somos arios?!».
Y mientras…Volviendo a aquel zapato de cristal…
A los de Ejea —a esos— sí que habría que ponerles los dos pies en un zapato. No de cristal, sino de vidrios rotos. ¿Cómo se pueden celebrar “las no fiestas” por todos los bajos de la ciudad? Con tanto calor, lleno de achuchones y tan poca distancia. ¿Para qué están las explanadas si tan agobiados estaban? Seguro que si fuera en los parques, habría muchísimos menos contagios. Pero claro, los parques están precintados. Los bajos no. Albergaba vanas esperanzas de que en el viaje de vuelta hubiéramos tirado las mascarillas y todo habría vuelto a la normalidad. No a la nueva, sino a la vieja. A aquella realidad vetusta y aburrida que ahora se añora como el verano que se nos escapa de entre las manos. Nunca ha sabido el hombre apreciar en su justa medida lo que ya tiene, por humilde que sea. Y siempre desea algo nuevo, distinto y elevado. Estoy pensando en declararme descaradamente defensor de cualquier ´Vieja Realidad´.
Civitavecchia sigue en su viejísima realidad desde hace mil años. No cambia. Ni cambiará supongo. Es uno de los pueblos más destartalados del tirreno. Nunca entendí la razón de por qué la propia ciudad y su vecina Santa Marinella tienen abarrotadas sus terrazas y sus trattorias todos los fines de semana. Y lo de que sea el puerto de Roma… Eso supera la ciencia ficción de cualquier cuentacuentos viajero. Son cien los kilómetros y una hora y cuarto los que las separan. Pero claro, si los venecianos han sido capaces de llamar a la batalla de las Equinadas la de Lepanto, ¿cómo no iban a atreverse con algo suyo? Cargar y descargar un gran ferry de vehículos, camiones y contenedores sin cabezas tractoras resultó siempre complicado. Por ello, esas grandes ciudades flotantes, especialmente durante el verano, acumulan horas y horas de retrasos. Pero lo de los puertos italianos —y no por la duración del retraso, pues Barcelona a veces les supera, sino por lo rocambolesco de las situaciones que se producen— recuerda a películas de Fellini. Y como tales, son indescriptibles. Un espectáculo imposible de fotografiar, de narrar o de explicar. Hay que vivirlo. Una vez al año no hace daño. Aunque ellos lo viven cada día. Yo, como el buen heleno que intento ser, romperé una vez más una inmensa lanza a favor de los míos. No es que no fallen, pero lo hacen muchísimo menos. No en vano, son los amos de la navegación universal con un 19,6 de la flota mercante en su poder. Somos marineros desde el diluvio de Deucalión y cada día puede que algo menos maleducados que nuestros queridos vecinos… O eso espero.
Si el horario de la llegada esta vez se cumple, en menos de nueve horas “tomaremos tierra” en el puerto de la Ciutat Bella. Nueve naves llevaba Hércules también cuando por culpa de la novena que se perdió en las neblinosas faldas de Montjüic descubrió aquella hermosa ensenada y fundó Barcelona. Siempre pensé que si los dóricos y los espartanos eran heraclidas, los barceloneses también. ¿Tendrá algo que ver eso con la intransigencia de los catalanes y los habitantes de Mani? ¿O que se hayan hermanado Sitges y Monemvásia? Dicen que eso fue por la procedencia de la dulce malvasía. Pero ¿y si cualquier día descubren que alguna de las otras naves, supongamos la séptima, encaló en la playa de les Coves del Gegants? ¿Que desembarcaron allí otros heraclidas? ¿Que fundaron Sitges y lo llenaron de viñas y carquiñolis? ¿Que promovieron su multiculturalismo? ¿Y que fue justamente eso lo que nos atrajo para elegirlo como el nuestro y definitivo hogar? Preguntó el otro día Cristina cómo era vivir en una casa con tantos recuerdos y tantos silencios donde cada rincón es una nostalgia. Y me pareció contestarle con evasiva o con dulce amargura, pues le dije simplemente lo que sentía. «depende de los momentos. Yo intento situarlos siempre en un banco de madera del parque de Campos de Ares en Atenas». Y dijo: «Tú todo lo ves blanco. Yo gris». Aún no le he contestado, para no alentar su pesimismo. Pero no hay momentos blancos o grises. Solo hay momentos.
Tener que llenarte la boca de patatas chips piúgusto con sabor a tres chiles picantes para matar el regusto amarguísimo del café del ferry italiano es solo comparable con tomar veneno para combatir la mordedura de una culebra. Es el único café que supera en maldad al de los aeropuertos. Y pensar que sin cultivar ni manipular café los italianos inventaron hasta los nombres de los cafés más usuales. Espresso , capuchino, frappuchino, freddo… Y van camino a patentar con éxito hasta el malopuchino. Como bien dice Rosalía: Mu mal. Mu mal. Malamente. Tra tra…
La amante de la Laguna tuvo un sorprendente éxito según los responsables del periódico. Han llamado de lejanos municipios donde no llega Aixmi para que se lo guardasen. Un alto cargo de la Periferia llegó conduciendo desde Agrinio para recogerlo personalmente. Algunos desde el extranjero pidieron si fuera posible que se lo enviaran por mensajero. Creo que las llamativas cubiertas con las fotos del cuadro y del palafito rojiblanco actuaron de gancho. El viejo tren en que te fuiste inesperadamente tuvo la máxima puntuación en un ranking extraoficial. Dedicación a mis bellas damas ha sido el que más emocionó. Y Odiseas de vidas menguantes el que llevó más elogios literarios. Yo solo quería hablarle a la Laguna y decirle que la vi de nuevo a través de sus ojos, de sus colores y de su recuerdo. Pero si además otros la sintieron igual de cercana, mejor que mejor. Se lo merecen ella y su amante.
Hora H, día D. Llegada a Barcelona. Con solo media hora de retraso. Un récord mundial. Sorpresa. ¡No hay guardias en el muelle! No hay policías. Ni pruebas de Covid. Ni termómetros pistoleros. Ni siquiera un simple coordinador de tráfico. Silencio. Vacío. ¡Nada! Mientras que en Italia se conjuran contra griegos y españoles, mientras que en Grecia hay pruebas aleatorias, mientras que los contagios en tierras de Cervantes son alarmantes, en el puerto de Barcelona, en un ferry proveniente de la Italia de los treinta y seis mil muertos, nadie acude a controlar a nadie. Pueden entrar yihadistas, delincuentes con el propio Dilinger a la cabeza, traficantes, ilegales sin papeles y miles de soldados del ejército del general Covid que nadie les va a pedir explicaciones. Hora H, día D, minuto M. Nos deslizamos relajadamente por el tercer garaje de la nave grande y veloz hasta la dársena del contradique y tomamos el camino agotados pero felices que nos traerá de nuevo a nuestra casa del Parc de Mar.
¿Algo no encaja en mi segundo país del alma? Después del más duro confinamiento, las restricciones y la conciencia ciudadana ¿se peuede explicar tanto desastre?
La intención es cerrar y montar este noveno y último capítulo con algún vídeo en vez de solo fotos. Eso si somos capaces de explotar el WordPress, pues he llegado algo tarde a las maravillas de la tecnología. Ver a un “dieciañero” manejar las teclas de su Android con tanta velocidad haría sonrojarse de vergüenza hasta a una taquígrafa del Congreso. Pues yo sigo casi martilleando las mías del ordenador con un dedo y medio hasta la extenuación. Creo que algún día la P me enviará a la M. Me reafirmo. El final del viaje nos volvió algo malhablados. Excepto a Evita, que está como un flan. Ahora habla más —aunque sea susurrando—, se ríe mucho, lleva cosquillas, canta por lo bajín, abraza y se deja abrazar mimosamente. Puede que los loros de nuestro balcón de Glyfada le hayan engendrado un nuevo habla. Se siente más feliz y liberada. Aunque con algunos kilitos de más, como todos nosotros. Ves, las pitas de Marigula y de Kikí, los dulces de Melisaki, las anguilas de Sunrise y las salazones de Xenaki han hecho mella en nuestros michelines y en nuestro ánimo. Los odiosos kilos serán para quitarlos. El ánimo para mantenerlo.
Como el otoño ya no existe y habrá que volver a inventarlo, vamos a prepararnos para el invierno. Un invierno incierto e inquietante por ese Sr. Virulento que llegó con intención de quedarse. Pero igual de breve, nocturno e inútilmente oscuro como siempre. No nos gustan los inviernos. Las noches largas y que, las cinco parezcan las doce. No nos gustan los inviernos que secuestran el mar y dan órdenes a los rayos. Ni que levanten mareas y se lleven la arena de nuestra playa de guijarros, pues Les Coves quedan desnudas. No nos gusta ningún invierno, porque somos de luz y de agua transparente como Cefalonia y de sal como la Laguna. Nacimos viajeros intransigentes que no se conforman con quedarse delante del televisor a ver las tropelías del Barça que nunca cambiarán. Nos gusta ser viajeros en el tiempo, en el día y en el momento. Somos una familia sobre ruedas. ¡Así nos ha gustado siempre! ¡Así nos gusta!
Siempre quedará CEFALONIA…..