UN VIAJE CON MASCARILLA VI (El paciente cero y el ADN ateniense) 1


Un calamar con anillo

                 Dijo el otro día mi amigo Dimitri I –la numeración pues es por aquella casualidad de tener a varios con el mismo nombre– partiendo un rojo y maduro tomate sin piel y acompañándolo con una cebolla morada y acidulada que su hermano le envió desde Vática. “Sería un insulto que este maldito virus de los murciélagos y los pangolinos decidiese nuestro destino que solo Dios tiene en sus manos”. Estaba en aquel momento, fotografiando un “insultante” calamar asado que alguien le había colocado como sello D.O una rugosa almeja abierta y pensando que si estuviésemos en manos de cualquier dios imaginario —por bondadoso que fuera— íbamos perdidos, pues a “Ellos” solo les importan los sumisos y los aduladores y pasan de los estudiosos, los agnósticos y los científicos que no hacen otra cosa que rechazar la divinidad y pensar que somos tan necios como para venir del mono, los protozoos o la materia. Pero tampoco tenía argumentos ni conocimiento para convencerle de que el “bicho” no era ni protozoo ni gusano ni parásito ni anticristo ni toxina virtual, sino una proteína de evolución natural que habíamos despertado de su letargo, donde invernaba entre millones de similares virus, por culpa de nuestro trato ultrajante a la naturaleza. Y que no iba a desaparecer con rezos y autoflagelaciones, sino con unas simples pompas de jabón.

     Dimitri II nunca entonó el mea culpa sobre esta determinante controversia, pues no la tuvo por haber sido el marido de “la paciente cero ateniense”, allá por el mes de febrero. Y aunque los manjares marítimos eran casi igual de sublimes tanto en “Viajando” —la legendaria taberna de Drapechona— como en “La pescatera” —el rincón actual más marisquero de Glyfada—, la conversación tomaba otro rumbo, pues a mi curiosidad la alimentaba mucho más saber la historia del primer caso de contagio de la capital de los propileos —tercero en el país— que encomendarme a la suerte que me deparaba alguien divino que, si existe para sus seguidores, fue irreparablemente ausente en nuestra vida. Siguiendo el hilo de la narración de mi amigo, supe que su dona había visitado Milán para una consulta en la universidad y que a la vuelta dos días después se sintió algo indispuesta y con décimas. La molécula traicionera que actuó sigilosa y con astucia la envió dieciocho días al hospital con una neumonía que aún están tratando, pues le dejó algunas secuelas que pueden ser crónicas si no se erradican con el tiempo. La nota curiosa y discordante fue que ni su hija, que la acompañaba en el viaje, ni sus compañeros de clase, con quienes se fue de excursión a Londres, ni la familia, que además incluía gente de avanzada edad, ni su marido se contagiaron. Alguien dejó caer en la mesa una orgullosa y patriótica suposición. ¿Será nuestro ADN?

     La verdad, no lo había pensado. Me acordé del día anterior y me imaginé sentado con mis amigos I y II discutiéndolo. De la clásica Grecia solo se hizo famosa aquella extraña peste que asoló Atenas en el 431 de la e.a y que se llevó consigo al glorioso Pericles. Poco más se habló de otras epidemias en el país heleno, mientras que a los Cruzados se les castigó con ellas en innumerables veces a lo largo de la historia. Además, no hace mucho, los científicos descubrieron que aquella desgracia ateniense ni era peste ni era ningún ancestral Covid “clásico” o esparcido por los persas, sino fiebres tifoideas. O como se denominó a posteriori, una Salmonella tiphy. Y con una curiosidad digna de la imaginaria disputa de nuestros Dimitri´s. Esa injusta epidemia para los atenienses acabó con las creencias prehipocráticas sobre los miasmas producidos por el castigo de los dioses, que dio lugar a las científicas doctrinas de Hipócrates sobre la verdadera naturaleza de los miasmas producidos por la descomposición de materias enfermas y aguas estancadas que, a la vez, condujo en la actualidad a la teoría germinal de la transmisión de las enfermedades por microorganismos. ¿Podría ser que mi amigo I se hubiera quedado en lo prehipocrático y el II hubiera avanzado hasta la más latente actualidad? ¿Tendría algo que ver nuestro ADN con la ausencia de epidemias virales, aunque no pudiera con la salmonelosis, pues esa es una enfermedad intestinal bacteriana y no una invidente proteína? Lo que sí parece evidente es que nuestro destino lo puede dirigir hasta el “malbicho” más insignificante y que no hay Dios que valga. Y como la herejía ya no está de moda, nadie me lo puede reprochar…

     Sin embargo, según Mona sí que suena un poco herejía, un poco fuga de responsabilidades y algo de falta de desafíos el que Nikos no se atreva de una vez por todas a “colgar las botas” y decidirse a vivir un periodo de tiempo cada año en su adorable Ampurdán. Total, hasta que no haya vacuna y más, hasta que se haya probado y comprobado repetidamente, el peligro acecha por igual en la florida Kifisía que en la Bisbal. 

     Volviendo a la discusión central. Si no fuese por el respeto a los horarios infantiles y la devoción de los micos por sus personajes, hasta podríamos encontrar ciertas similitudes entre Bob Esponja y el Sr. Covid. La misma que hay entre la medianoche y la mañana, cuando la caricatura del miedo nocturno lleva guadaña y la de la luminosa mañana solo desea refrescarse en el fregadero. Y diréis: «¡ah, bien!». «¿Y dónde pega este chiste absurdo después de renegar de las divinidades y ensalzar a la ciencia?». Pues nada, simplemente en la satisfacción de pensar y tener conciencia de que este monstruo obscuro y negro de la Guadaña suele desaparecer difuminado por un simple fregado con esponja jabonosa.

     En mi laguna, siguen controlando la epidemia a costa de anguilas, de mújoles y de botarga. Y en medio de la precaución y del esfuerzo por mantener alejada la amenaza del siglo, inauguraron el primer museo de sal del país por iniciativa de Diexodos. Muy cerca del atolón de los zaparitos, donde últimamente nos gusta alojarnos —sobre el ηλιοβασίλεμα— durante nuestras incursiones a tierra sacra. El singular museo estará esperando al caminante en un alargado antiguo cobertizo que han transformado genuinamente en un claustro de pétalos de sal y artilugios antiguos de excavaciones y recogidas de aquel oro nevado que deposita cada noche el mar somero en su incesable gargajeo. Me impaciento por visitarlo y aprender algo más de esa actividad, que en la laguna fue y es un ritual singular y sorprendente. Como para visitar de nuevo sus improvisadas termas al aire libre de sal y barro que tan bien describió en su último post Ana y que desafortunadamente no conoce el mundo, pues sería digno de peregrinación terapéutica y reflexiva. Me hice una promesa. Probar por primera vez darme un buen chapuzón en los charcos “salinolodosos” de la laguna. Y voy a comprometer si me lo permiten a las haditas del bosque a que segunden mi juramento. Y voy a preguntar a Toño, a mi entrañable arrasateotarra, si él se había atrevido alguna vez en sus años mozos —siendo de Salinas— a darse una ducha de agua y sal en el museo de Leniz. Aclarado queda que una cosa es la sal del mar y otra la de montaña…

     Se acercan los días de organizar nuestro viaje de vuelta. Y cada día se complica un poco más por las medidas cada vez más estrictas que toman los países con referencia a las pruebas y a la entrada en sus territorios. Un contacto importante y fidedigno nos ha garantizado facilitarnos los PCR´S un día antes de tomar el ferry desde Igumenicha. Aguardaremos veinticuatro horas los resultados y nos embarcaremos en uno de los imponentes buques pasajeros del trayecto que lleva a Ancona. Luego, meditaremos si es prudente visitar las maravillas de Michelangelo en Florencia o cobijarnos en el exclusivo hotel de la marina de San Lorenzo al Mare antes de asaltar la sufrida Barcelona. Nuestros vecinos del Parc de Mar ya nos están echando en falta y preguntan cada día cuándo volvemos. Pronto. Siempre que no tengamos que aguantar de nuevo el Resistiré, pues aún lo tenemos dando vueltas alrededor de nuestro cerebro como un mosquito zancudo. Y hablando de mosquitos. ¡Parece que desaparecieron de tierras helenas! Puedes pasear de noche en bañador, sentarte en un oscuro rincón con bermudas o dormir con las ventanas abiertas. Ni rastro de ellos y de sus picaduras. Especialmente en Mesologgi, tierra conquistada por los culícidos. Parece que el Covid se alineó con otros depredadores como arañas, libélulas, pájaros y murciélagos para aniquilarlos.

     A veces, pienso si este nuestro viaje en medio de la pandemia no ha sido temeroso y extravagante y mis narraciones provocadoras e irritantes. Y entonces, me cuesta conciliar el sueño, pues la noche siempre ha sido intimidatoria y acosadora. Y luego por las mañanas, más relajado y optimista, pienso que grandes travesías se hicieron y grandes aventuras se vivieron en medio de adversidades y de estados de calamidad. Y que si no nos atreviésemos a desafiar los peligros que la vida injustamente a veces nos pone en nuestro camino, esa misma vida sería monótona, aburrida y pobre. Y que nuestros corazones estarían viviendo en un continuo estado de temor y preocupaciones sacrificando el placer de ir persiguiendo tus sueños a diario sin importarte si las emboscadas son las de las épocas de paz o las de las guerras. De cualquier guerra. Ya lo había acuñado Rigas Feraios con su himno patriótico. Y luego en los años cuarenta, en plena Segunda Guerra Mundial, lo cantó a los cuatro vientos nuestra gran dama Sofía Vembo.

 “Mejor una hora de vida en libertad que cuarenta años de esclavitud y cárcel”.  

 

                                                     Agosto calla. Nuestro viaje, como él, muere lentamente. …

Echo de menos aquellos higos firmes y carnosos de Sr. Alekos.

Echo de menos a mi hermosa Cefalonia ¿¡Y quién no!?                  


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Un comentario en “UN VIAJE CON MASCARILLA VI (El paciente cero y el ADN ateniense)

  • Ana

    Yo tb echo de menos tu hermosa Cefalonia.
    Y sí , sigo con Resistiré . No me queda más remedio después de leer tus crónicas viajeras y no poder ni verlas ni gustarlas ni olerlas ni oír a sus olas y sobre todo ni tocarlas.