Parafraseando al genial y díscolo Umbral: «Yo aquí, he venido a hablar de mis cosas». Cosas que me abordan al despertar, cosas que me persiguen como un mosquito aprensivo todo el día, cosas que me mantienen desvelado algunas noches desde el crepúsculo menguante hasta la verbosa madrugada. No quería hacer otro artículo inquietante sobre efialtes y pandemias ni un macroconcierto lingüístico sobre Micenas, Homero y Radamantes. Ni siquiera sé si al final lo enviaré a mi querido diario, que, probablemente, lo aguarde con mayor celo que los otros. Aquellos artículos torvos y álgidos que cada día fueron agonizando hasta resultar igual de insulsos, como si no hubiese existido ningún peligro, ninguna amenaza, ninguna alarma social por ese enemigo que aún acecha alrededor.
Así que se me ocurre empezar por el día —este día de junio— por Juno, que dio nombre a un mes bello y luminoso y por cómo enlaza el mundo a los hombres, aunque ellos se nieguen a admitirlo. Si es difícil querer a tu vecino, ¿cómo vas a querer a tu enemigo? Sin embargo, parece que sí que somos todos hijos del mismo día y del mismo Dios. Da igual cómo se llame, cómo es su aspecto incorpóreo, si es varón o fémina, rojo o amarillo, blanco o negro, si te deja consumir alcohol o si te obliga a esposarte de por vida rompiendo un vaso de cristal con el talón. Pues Dios ¡no es más que un día! Así nació. Una bella madrugada como hoy cuando un neandertal, un Homo erectus o un cromañón —quién sabe— salió de su caverna legañoso y presto a perseguir liebres y osos y quimeras antediluvianas. Y viendo el esplendor de la naturaleza y la hechicera luz vespertina, exclamó emocionado evocando a Zeus: «¡Ω Δία Oh, Día, padre de todos, ¡qué belleza hay cuando apareces!». En aquel instante, ya había dado nombre a ese periodo breve y preciso que empieza con la emersión del astro rey hasta el ocaso. ¡Sí! Es así como el día se hizo Dios, y Zeus dio su nombre a la brillante luz que anunciaba el nacimiento de aquel breve y hermoso ciclo vital del tiempo. Mientras, los cruzados dirían que esa luz viene de otra inventada raíz indoeuropea y que ni Zeus dio su libido al nacimiento y ni siquiera podría ser el mismo su genitivo en latín: Ο Δίας, του “Dios”, τον Δία, Ω Δία! Día.
Me enamoré pues de esta palabra divina. De la palabra probablemente más universal, la más luminosa y única. Porque todos tenemos un día único en nuestra vida, pues en ella nos tuvo que pasar lo mejor. Ya lo decimos así: «…Lo mejor que me ha pasado en la vida es…». «¡Eres tú!» Quien seas. Varón o fémina. Yo se lo decía a menudo. O eso quisiera imaginarme. Y ella se lo confesó a su hermana. En un momento insospechado. Me alegré a descubrirlo pues nunca es tarde. Empero nos falta un detalle. Un detalle insignificante que podría desvirtuar el resto de nuestra vida. Y como ella empieza cada día y otro de su resto queda nuevo, hay que reiniciar y volver a inventar otro mejor de la vida. Para que nunca acaben los acontecimientos felices, que la vida es breve como los días. Y tienen la misma estructura, pues empiezan con el nacimiento y acaban con el crepúsculo. No es erróneo ni sacrilegio entonar el “…Ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida…”. Aunque sería más correcto adaptarlo y jerarquizarlo, ya que da pena que solo haya una cosa buena que te hubiera pasado en la vida. ¿No creéis que es algo injusto? Quizás sería mejor decir: «…Lo primero bueno que me pasó en la vida…» y «…Lo siguiente bueno que me pasó…». Y después: «…Lo último bueno que me pasó». Así no desmereces a ninguno, pues todos los instantes felices han de tener su importancia y su jerarquía. Luego de pensarlo mucho, invertí el: “…Lo mejor que me pasó en la vida es haber nacido griego…” en “…Lo primero bueno que me pasó en la vida fue haber nacido griego…”. Y “…Lo mejor que me pasó en la vida fue haberte conocido” en “…Lo último bueno en la vida fue haberte conocido…”. ¡Así mejor! ¡Con una salvedad!
Ese último no es definitivo. Y el primero es irreversible…
¡Como la muerte!
Una palabra y un significado, algo banalizado últimamente con la retahíla “…Cuando yo ya no esté en este mundo…”, “…Cuando ya me haya ido…”. Poemas y frases que inundan el círculo literario y mediático cada día más, partiendo quizás —o yo no conozco otro anterior— de los hermosos versos de la yucateca Rosario Sansores que inmortalizó Benavides. Si yo acuñase esta frase u otra semejante, solo pediría deseos. Y dirán: ¿Hay deseos post mortem? ¿Para quién se cumplirían? ¿Y qué hace un darwinista aquí pidiéndolos? Volvamos a Umbral. ¿Para qué hemos venido? Para hablar de mis cosas. Y mis deseos cosas son. Aunque los traslade allá donde Perséfone esperará con la corona. ¿O alguien pretende esquivarla? Con lo hermosa que aparece. Y enamoradiza. Pobre Adonis…
Adentrémonos en la retahíla. (Utilizo exactamente esa palabra fea y cochambrosa, pues otra no se merece). ¿De qué deseos hablamos? ¿Son súplicas o exigencias? ¿Preces u órdenes? ¿Genuinos o repetitivos? Creo que solamente voy a exponer los míos, no los de cada uno. No los del mundo. No los de los que hasta coinciden con los míos. Solo los que deseo cuando yo ya no esté por aquí.
—No quiero que nadie dé el pésame a nadie. ¡Qué palabrota más estúpida! ¡Menuda exageración de vocablo! Aquí no habéis venido para lamentos. Y encima cuando ya no exista… Me dejaríais de lado… Eso es una súplica.
—Como de 12 dioses solo ha quedado uno que ya había renunciado hace tiempo, pues ¡que nadie los represente! Eso es exigencia.
—Quiero que pongan sobre las cenizas solo un epígrafe. «Todo-Nada». Eso es una exageración.
Y si alguien lo quiere banalizar, todavía, pueden añadir, «Mañana más». ¡Nada de nacemos solos y morimos solos!
Es un proverbio muy concurrido. ¡Nacemos solos y morimos solos! Aunque yo creo que más bien es un aforismo. Un aforismo de los desviadores de la verdad autorizada y de los farsantes predicadores. Aquellos que cuando más sentencia adosan sobre las frágiles paredes de la creencia —lo cual sucede con frecuencia—, más secuestran a las conciencias. Pero la frase en sí es totalmente errónea. Pues la mayoría no mueren solos si no es por circunstancias. Y por supuesto, nadie nace solo. ¡Nadie! ¿Cómo puede uno nacer solo si tiene a su lado a su madre? ¿Si su mano tierna y rugosa está anidando en la palma de su mano? ¿Quién quiere la soledad si el regazo de la madre te tiene atrapado? ¿Qué mejor compañía para nacer que ese cordón umbilical que te une por siempre, no solo a su vientre, sino al vientre de toda la humanidad? ¿Cómo pueden ser tan fariseos los colonos aniquiladores de indios, cuando predican en todos los funerales la soledad del que nunca va a estar solo, ya que nunca más va a existir?
Y mientras tanto…
En España amanece con brillo. Puede ser que por la agitación que produce el levante a las partículas de luz o por el verdor de las hojas de las adelfas que reflectan sudorosas los pícaros rayos sobre ellas. En España hay carreteras rectas y sinuosas, autopistas recientes y lujosas. Y cada ciudad por pequeña que sea acoge un aeródromo. Más de treinta puertos principales levantan sus grúas para posar delante del fotógrafo y dibujan decenas de postales de cíclopes y duendes de acero. En España hay valles y prados tan verdes y sedosos que las montañas que los rodean parecen minas de lápices bien afiladas que brotan de sus hondonadas. En España hay poblados iberos al descubierto y ruinas romanas y alguna que otra sospecha helénica aún por descubrir. Bahías suaves y acantilados rugosos y rías que serpentean como las venas de Talos sobre el ocre de las bajas cordilleras atlánticas. Pintores, músicos y poetas suavizan la vida cotidiana y la conducen con el mismo brillo al atardecer y el sosiego…
Pero ¿qué está haciendo ese hombre con el garrote en la mano, vagando por las calles de mi ciudad?
Aixmi 01/06/2020