A través de los ojos de los cuadros de Marisé
¿Qué sé yo de la Laguna? ¿Qué sé yo de su gente? ¿Qué sé yo de sus sacrificios en Klísova, en Dolmá y en el Basiladi? ¿Qué sé de sus fronteras y de su importancia como biotopo? ¿Qué sé de sus poetas? Tanto la alabaron ellos que sería un sacrilegio ser repetitivo compitiendo con tales ditirámbicos como Palamás o Malacásis, Travlandónis o el propio Solomós. Yo solo quería hablarle a la Laguna y decirle que la vi a través de los ojos de una helenista contemporánea que la quiso tanto hasta conseguir que volviese a sus someras aguas para contemplarla de nuevo, ahora con distinta mirada, con distinta sensibilidad y con una ternura exclusiva. Que la vi a través de los ojos de Alejandro cuando este la acariciaba con sus pequeñas manos y le daba las gracias por dejarle navegar plácidamente en el taxi marítimo de plástico que le había regalado su madrina para su onomástica. Que la conocí a través de los colores que desparraman los rayos de sol en sus cuadros cuando anochecía, deslizándose sobre los montículos de sal en los plumajes de los flamencos y en las sacolevas de aquellos felutxos singulares que llaman “priaria” . Aquellos colores que yo percibía y que insinuaban profundos cárdenos y esmeraldas y ocres otoñales y que ella los imaginaba, mezclados en su paleta, malvas, púrpuras y plomizos. Y cuando creía que sus aguas reflejaban en blancos pálidos, ámbares o alimonados, veía centellear en sus cuadros suavemente los celestes, los índigos y los terciopelados. Y les ponía nombres cotidianos a sus falúas, que balanceaban entre sus olas. «Ana», «Anastasia», «Katerina». Siempre con sabor a hembra, como les conviene a las barcas de pesca.
«Cuando más te acercas a la laguna, pierdes su perspectiva», decía. Mejor contemplarla desde arriba, desde lejos, a distancia, hasta que tu mirada se pierda en su inmensidad y el Aracinto la cubra con su sobra».
La había hechizado el paseo peatonal de la ciudad de igual manera que aquel lizóstroto de Argostoli, que aún se mantenía como su amor más grande. Con sus uzerí y sus tabernas, que la seducían profusamente para que se dejase llevar por sus delicatessen con desatado entusiasmo. Sin embargo, su ansia era la de esperar al atardecer, a que bajase la canícula y a que refrescase el tiempo. Que se inclinasen las sombras sobre los eucaliptos y los tamarindos del Bosquecito, que siempre contemplaba detrás de los cristales de la habitación del hotel jugando al escondite con los racimos revoltosos de los rayos solares, que parecían luciérnagas que centelleaban entre los ramajes. Entonces, se decidía a salir, a echarse a la naturaleza cargada con su vieja Nicon90 y su paleta, de triple -por el tiempo- relieve, y a cruzar el umbral de aquel extrañísimo camino que se perdía hacia la laguna y que te lleva encadenado al minúsculo islote de Tourlida con los zaparitos, aquellas aves moteadas con los picos de chiste narizotas, de quienes tomó su nombre el atolón de la Albufera.
«¿Crees que todos ven la Laguna como la veo yo?», me preguntaba con frecuencia, como si dudase del significado que le dábamos los demás a esa hermosura que había creado la naturaleza, como si fuese destinada solamente para miradas elegidas.
«Cuando tienes delante de tus ojos algo excepcional todos los días de tu vida y a cada momento no le das el valor que se merece».
«¡No se trata de una barata valoración, si no del deleite de tu mente!».
«No lo dudo. Pero tienes que considerar las imperfecciones de cada lugar».
«No sé qué quieres insinuar con esa palabra pues yo solo veo colores».
Han pasado casi cuarenta años desde que contempló por primera vez La Laguna. Y cada año, la veía con otros ojos. Le añadía nuevos colores, distintos matices, nuevos blanquecinos a los palangres, nuevos techos carmesí a las insólitas peladas y nuevos blancos a las piedras del camino peatonal. Su sueño era organizar una exposición con un concierto de colores que emanarían de la Laguna. Reunir tantos cuadros que cubrirían todas las perspectivas desde donde ella intuía que se contemplaban sus transformadores colores.
Sin embargo, aunque no encontró el tiempo para realizar su sueño, me enseñó a ver con otra mirada la Laguna. Contemplándola humildemente con aquellos ojos que la vieron Palamás y Malacasis y Lord Byron y Drosinis.
Aunque tengo la sospecha de que pocos la ilustraron tanto como la madrina de Alejandro…
«¿Cuándo vas a volver de nuevo a Barcelona para verme?».
«¡Cuando vuelvas a mi Laguna!».
El artículo se publicó en griego en el periódico Aixmi el jueves 19/9/2019
Me has emocionado. La verdad es que La laguna tiene su mejor explicación a través de la pintura. Infinitos cuadros se pueden pintar, captando cada vez un color y un matiz. Me gusta mucho su obra.