Un cuento mitológico
La bella Bolina era una doncella que vivía en una menuda aldea entre dos minúsculos ríos. Jarádro y Meliquio. Este último que su serpenteante estuario desembocaba al golfo Criseo era suave, ondulado y encantador. Por eso lo llamaban melifluo. Mientras Jarádro, que fluía entre barrancos, se jactaba por ser violento y tormentoso, repleto de curvas, cascadas y torrentes.
La bella Aquea estaba secretamente enamorada del joven más apuesto del poblado, pero aquel parecía que la ignoraba por completo.
– ¡Estará enamorado de otra! Se consumía cada hora, cada día, la apasionada mozuela. Y desaparecía entre los afluentes del valle y los árboles para esconder su tristeza y el desamor que la invadía…
Solamente al verla, un día, -mientras peinaba su larga cola en los reflejos de Jarádro-, Apolo, se enamoró perdidamente de su mortal belleza, y queriendo juntarse con ella -dios que era-, la arrinconó en un frondoso acantilado de aquel río inhóspito y escabroso. Extendió sus diáfanas manos -manos inmateriales y blancas-, para acariciarla. La hermosa joven que sintió su pecho desfallecer de ternura, pero también de miedo ante lo desconocido, y atormentada por perder su virginidad -la que secretamente había prometido al ignorante mancebo-, retrocedió un instante sin percatarse que detrás suyo se alzaba el malvado torrente y se precipitó a sus violentas y gélidas aguas.
Desolado, arrepentido y triste, Apolo, se alejó cabizbajo y suplicó a su padre, el Todopoderoso, que acoja a la bella mocita en su regazo y que la convierta en un ser inmortal para siempre. Zeus asintió con su interminable nívea cabeza, y bautizó aquel río con su nombre, haciéndola ninfa inmortal, dotándola del mismo cauce y todas sus fuentes. Desde entonces, el tórrido Jarádro pasó a llamarse – en su honor-, Bolineo.
Mientras…
La pequeña ciudad de Antemoesa, que ahora los lugareños la conocen como Sorrento honrando el nombre de las aladas deidades, se cuelga de una punta rocosa del cabo sureño de la región de Campania… En Antemoesa donde los barcos, acompañados de juguetones delfines, zarpan cada atardecer para alcanzar las costas de Teláboa, vivían dos hermanitas de trenzas ocurrentes y alas plateadas, una morena y otra rubia. Se llamaban Parténope y Pisínoe. Las niñas eran un prodigio de voces y cantos. Y con su bella tonalidad y sus esculpidas arpas que les había regalado Orfeo hacía tiempo, -en su paso por el estrecho con los argonautas-, atraían las naves de piratas y aventureros, repletas de sedientos marineros enamorados que surcaban el mediterráneo.
Pero el estrecho, del paso de los navíos de madera y lona, donde se situaban las dos jóvenes sirenas, era tan angosto que solo podía pasar un minúsculo barco a ras de las terribles rocas que se abrían y cerraban al son de las notas que las dos ondinas entonaban.
Sin embargo, la mayoría de las naves acababan destrozadas bajo las mandíbulas mortales de las rocas. Hasta que un día, a Pesinoe, se le ocurrió retar a su hermana.
-Si aquel barco que se acerca, el de la proa negra consigue pasar, una de las dos ha de sacrificarse a los dioses, despeñándose desde el acantilado…
-Acepto, resopló la sirena que no le temía a nada.
Pero la suerte y las aventuras algún día se acaban. Especialmente cuando en aquella nao negra navegaba el más valiente y astuto de los mortales. ¡Odiseo!
Aún no había aparecido el astro del este en el horizonte cuando la orgullosa sirena se precipitó al vacío para honrar a los dioses. La inquieta corriente que acogió el cuerpo de la mocita se apresuró a transportarla -mientras le quedaba un instante de vida- hasta las arenosas playas al sur de Cumae. Respetuosamente, depositó a la hermosa niña alada en las minúsculas dunas de la serena y generosa playa…
Algunos colonos, pescadores que faenaban en la bajura, la rescataron moribunda. De boca a boca, y por mucho tiempo, circuló la noticia que la pequeña sirena de Sorrento, Partenopea, había sucumbido lastimosamente bajo las garras de Hades.
Sin embargo…
Unos años más tarde cerca de la misma laguna que había formado el -ahora- apacible río Bolineo, y que había heredado de los dioses aquella desdichada doncella que había acosado el bello Apolo, llegó una joven náyade llamada Argira. La joven hada buscó el sitio más protegido, cercano a la cristalina fuente, y construyó su morada como ofrenda a la trágica oceánida.
Esa misma noche de su llegada, la guapa doncella, recibió la visita de una figura pálida y bella, transparente y luminosa.
– Soy la ninfa Bolina, le dijo. Y soy guardián y duende de esta hermosa fuente… ¿Cómo te llamas?
– Yo soy Argira, hija de la sirena Partenopea, dijo la de pelo rizado y desenfadado. Cuando mi madre murió, he vagado por el mundo para encontrar a mi padre que nunca conocí. ¡Alguien me dijo que era Heleno! Un simple mortal. Eso solamente… La diosa Tique en vez de desvelarme el rostro amado de mi progenitor me trajo aquí en esa fuente, diciéndome que es el lugar donde encontraría de nuevo el amor -otro amor distinto al de mi padre-, entre sus riberas, sus valles de ocres helicrisos y sus huertas de perfumados hinojos.
-La fuente me pertenece, -insistió Bolina…y el río, sus campos, sus valles y sus huertas… Pero pueden ser tuyos -para siempre- si tomas venganza de mi desdicha.
– ¿Qué tengo que hacer? -se sorprendió la pelirroja virgen, ofendida y frunciendo el gesto.
-Tienes que encontrar un mortal, un simple mortal, como tu padre, enamorarle locamente y luego abandonarlo cuando sea viejo y desvalido. Cuando la belleza se desvanezca y solo quede la muerte, … le pidió la otra con ojos ardientes y vengativos.
– ¡Pero eso es inhumano!
– Inhumano es no conocer el amor. Y mucho más, no vengarte por ello…
– Sería un pecado deshonroso.
– Pues elige. La fuente o la moralidad, soltó la doncella transformándose en grifo -por obra de su propio verdugo-, y con un aleteo disparejo se alejó del lugar, riéndose a carcajadas.
Influenciada por la historia de aquel frustrado amor mortal y del divino que el dios Apolo había sentido por la doncella, y su trágico final, la bella hija de la sirena salió -desde entonces- todas las madrugadas a tocar su arpa y evocar al dios del amor entre los yerbales de dulces hinojos, y las ramas de los árboles que poblaban la orilla del río, buscando a alguien mortal para seducirle y enamorarle -como Bolina le pidió-…¡Perdidamente!
Y a eso…
Un forzudo y joven pastor pastaba sus ovejas en la ladera. Era un muchacho sin apenas vello en el bigote…
-Hola soy Argira, -adivinó la ninfa su víctima.
-A mí me llaman Sélemno, -dijo el pastorcito inocente.
La ninfa dejó que se suspendiera en el aire un ligero perfume hecho por elixir enamoradizo.
-Cada mañana temprano, cuando la aurora comparece, acudo aquí para escuchar tu arpa. No he oído nada más hermoso en mi vida.
– ¿Solo mi arpa es bella? Fingió -Ella- la ofendida.
– ¡Por Apolo! No. Hermosa tu arpa lo es, pero tu belleza la supera.
-Aún eres un zagal. – Disimuló Argira. Hasta que tengas edad de enamorarte sigue acudiendo a mi valle…
Y desapareció riéndose tristalegremente entre los juncos.
Dia a día, noche a noche pasaron los años y el pastorcito se transformó en un joven guapo y bien plantado, casi tan bello como Apolo.
Y a eso ocurrió…
Ha sido un flechazo, de aquellos que solo ocurren en los sueños o cuando interviene el cupido vestido de tan bella máscara. Y se enamoraron olvidándose del momento, del ayer y del mañana. Todas las noches -durante largos años- dormían abrazados bajo los inmortales árboles de la fuente.
Pero con el tiempo el joven hombre ha ido madurando, envejeciendo, marchitándose… Las arrugas poblaron su inmaculada cara, la barba se hizo blanca como la nieve y sus piernas ya no podían correr por las laderas
La oceánida que apenas había cambiado unos segundos -dentro de su eternidad- perdió el fulgor y el deseo y un buen día abandonó al viejo pastor a su soledad y a la muerte inminente, que le trajo aquella inmensa tristeza.
Y antes que su alma descendiese al inframundo…
Afrodita, que no se olvidaba de su belleza y su bondad, se apiadó de él. Sintió en sus adentros como propia la sed de venganza que alimentaban Bolina y Argira hacia los dioses – que por costumbre actúan siempre de la misma manera-, y para enmendarlo, transformó al desdichado pastorcillo, en un arroyo cristalino de cuyas aguas el que bebía -o se bañaba en ellas- nunca más se sentiría triste y desdichado.
Y desde entonces…
Con esa agua cristalina, apagan su sed, y su pasión, -de amores imposibles- todos los mozos y las mozuelas enamoradas.