¡Los últimos segundos del reloj!
5 de julio de dos mil quince. Las 06.59. ¡Hora cero! Plantado delante de la urna de cristal o de madera –de eso no hay que discutir– y agarrando fuertemente su vetusto carnet azul, mira con pavor una vez las manecillas de reloj, una los testigos de cara aburrida en la mesa electoral y otra la cola de votantes que detrás de él serpentea con inquietud. «¡El mismo miedo!», se consuela. La misma inquietud. ¿O quizá no hayan acudido todos a votar en el último instante con la misma duda, el mismo dilema, el mismo deber? ¿Tal vez habrán llegado hasta aquí decididos y concienciados a demostrar al mundo cual es la justa elección?
¡Con que endiablada velocidad corrían los segundos en el reloj!
¡Pero si apenas siete horas antes, fumando el último pitillo, apurando el último sorbo de la retsina, apretando con complicidad la mano de su hija antes de acostarse, lo tenía clarísimo! Puede que por primera vez. O por segunda. Eso tampoco entra en referéndum. Pero esta vez, estaba decidido. Había pateado la mancha del indeciso. Tenía razones para hacerlo. Razones serias. Esta vez era uno de los vencedores. Habían cambiado los tiempos. Soplaban vientos de modernidad y buen vivir… Pero…
«Pero, ¿por qué dudo de nuevo?», se preguntó.
¡Con que velocidad endiablada corren los segundos en el reloj!
¡Como si fuesen los últimos de su vida! Levantó templando las manos a la altura del pecho, juntadas en rezo. Luego las abrió como en una ofrenda y dejó caer sobre sus pies gotas del frío sudor que juntas inundaban su ser.
–¿Qué le pasa, señor? –Sintió la voz ligera como suspiro acariciando sus mejillas.
–Naaada –Apenas pudo articular–. Es este maldito calor y esas desesperantes manecillas del reloj que no me dejan pensar con tranquilidad.
–¿Pensar? ¿Pensar en qué? ¿No me diga que ha llegado usted hasta aquí otra vez sin haber decidido que va a votar?
–¿Otra vez? ¿Qué quiere insinuar con otra vez? ¿Cómo lo ha deducido? ¿Qué sabe usted de mí?
–¡Pero si observo sus manos! …Perdonad, creo que le llaman. ¡Son las siete en punto!
–¿Me puede ayudar, por favor? –Se lo suplico–. Ayúdeme a buscar la verdad, a decidir con justicia, a no caer en un error irreparable –suplicó con voz ronca, atragantándose con su inspiración reseca y desbastada y con los ojos clavados a las manecillas.
–¡Lo siento, señor! No estoy en situación de ayudarle.
–¿Cómo?
– ¡No sé leer, querido!
–¿Qué me quiere decir?
–Nada más sencillo y nada más grande. Yo que no se leer, lo tengo decidido. A usted le queda solo un segundo. Le llega para leer y releer el texto. Y es suficiente para entenderlo. ¡Solo son dos palabras! ¡Léalo d e s p a c i o, c l a r o y en s i l e n c i o! Mira lo que te pide. Y luego, pregunta a tu corazón. Solo a tu propio corazón. Pero buen hombre solo le ruego que me haga un poco de sitio. ¡No me robe “mis” segundos del reloj!
Así dijo. Y anduvo con paso firme y decidido, preocupada de no perder su turno, la viejita dama.