ODISEAS DE VIDAS MENGUANTES


(Adaptación de letras de un poema premiado, de Rodi de Fuca)

 

           El caserío vacío y ruinoso. Dos acres de tierra saqueada y la maleza

de malvasías sarmentosas.

     Él, una vida en la balandra. “Mi venganza” la llamaban.

Así que apenas se acordaba.

     Cuatro lustros ya, a Ítaca la había abandonado.

     Velero era el barco, que le llevó a zarpar como hechizado

para alcanzar piélagos lejanos mundanales.

     Rememoraba su imagen cada tarde, de regreso, frente a su

mirada marchitada, a la vera de sus sensores oxidados.

    —Hijo, apenas me acordaba… Llevaba la nave clavada en su

astil una sirena de madera y un águila de oro entallada.

¡Te lo juro!

     —El timonel era argivo, del mar guerrero, tieso y valiente. Y por

corales buceaba.

     —Nicolás, aquel de Icaria marinero, el más pequeño,

a los catorce como águila adiestrada escalaba.

Y los aparejos como gacela, raudo armaba.

     ¡Cuántos recuerdos! ¡Cuánta melancolía en aquellos ojos

viejos, lúcidos y garzos!

        Cada amanecer pasaba yo por el portalón del marinero

jubilado o el del pescador errante.

No sabía…

    —¿Cómo te llamas, anciano? Tu rostro me es hogareño…

     Y cada vez, la respuesta me alarmaba como a nadie.

     —¡Llevo tu nombre, tu apellido, tus ilusiones y tu rostro!

     Y cada vez que iba a responderle, siempre me encontraba con

la paradoja:

      —¡Soy yo, Ulises, tu rey olvidado!

 

          ¡Bullicio cenizas y herrumbre! Y cielo celeste ateniense.

Con su cola de nieve que ahoga el aliento infectado

de la Ciudad Eterna.

     Allí a lo lejos, las cavernas de fundido acero, los sótanos

de ácidos alcalinos, las fábricas de vigas afiladas.

Y las traversas entre los aparejos.

     Y los farolillos rojos de los burdeles que madrugan. Antiguas

reliquias en la subasta de los tiempos.

Quedose el astillero, un antiguo y herrumbroso antro.           

     Alrededor, dos viejos bodegones aguardando el momento de

su eclipse.

     Y más allá, un predio humilde y olvidado.

    —Hijo, apenas me acordaba del astillero derruido por el viento.

¡Y los triacónteros —de los feacios— alados!

¡Te lo juro!

     —En las Oiníadas, brotaban de los pantanos solitarias

sus columnas cicatrizadas como lápidas heladas.

     —Ahora nadie sabe embrear las jarcias, me temo.

     ¡Cuántos recuerdos! ¡Cuánto reproche en aquellos ojos

tiernos, lúcidos y garzos!

        Pasaba cada tarde, de regreso, frente a su mirada marchitada,

y me sentaba a su vera, la de sus oxidadas barricadas.

Y él en su torno escariando. ¿Quién por los pórticos andaba?

No sabía…

         —¿Cómo te llamas, anciano? Tu rostro me es hogareño…

     Y cada vez, la respuesta me alarmaba como a nadie.

     —¡Llevo tu nombre, tu apellido, tus ilusiones y tu rostro!

     Y cada vez que iba a responderle, siempre me encontraba con

la paradoja:

      —¡Soy yo, Ulises, tu rey olvidado!

 

          Armados de venablos y sus voces incorruptas.

Fieles soldados cotidianos y vastos plebeyos, gerifaltes,

abusadores pretendientes.

     Sufriendo la frágil del miedo envoltura. Enojadizos dioses.

Lictores y pacifistas. Suplicantes.

Poetas populares, del mar y de la tierra cautivos.

     La soledad se había instalado en sus instantes cotidianos. Esos

momentos que atormentan.

     Ansiedades que aletean cuando su ausencia ya nunca espera

ni el instante en que se tensará el arco.

     —Hijo, apenas me acordaba… Era todo confuso y yo ciego.

Y alguien seguía del acordeón tocando aquellas viejas teclas.

Y yo solo tenía ojos para una hermosa esclava.

¡Te lo juro!

     —El Bruto que llevaba el puñal y asesinó a Polifemo era César.

Uno de nuestros itacenses.

O eso creo, ya soy viejo no me acuerdo, me confundo.

     —Apenas mirarme pretendía en aquel ídolo de espejo

abandonado, y verla a ella.

     ¡Cuántos recuerdos! ¡Cuánta venganza y desprecio en

aquellos ojos vacíos, lúcidos y garzos!

      Cada crepúsculo de otoño regresaba yo al vetusto faro

de la milenaria vigía o del observatorio de errantes nubes.

No sabía…

      —¿Cómo te llamas, anciano? Tu rostro me es hogareño…

     Y cada vez la respuesta me alarmaba como a nadie.

     —¡Llevo tu nombre, tu apellido, tus ilusiones y tu rostro!

     Y cada vez que iba a responderle, siempre me encontraba con

la paradoja:

      —¡Soy yo, Ulises, tu rey olvidado!

 

          Rompía de emoción apenas el casco muerto del navío, solo

por volver a reflotarse. Faltaban solo los remeros.

    Las dudas sin retorno, y los caminantes con sus vanas

esperanzas, viajeros que desvanecen en los vientos.

Las soledades eran del viejo guardián que pernoctaba.

    Y de aquella prostituta en los muros de Troya. Y de aquel mozo

escondido en la bodega.

     Habría que distinguirlos, pues tanto se parece en el vaivén de

los tiempos el sereno aldeano

a los nocturnos policías de la Quinta Avenida.

¿Tan lejos habían llegado con una humilde nave de madera?

     —Hijo, ¡cómo alumbran los propileos enyesados las

partenopeas sombras! No había contemplado su hermosura.

¡Te lo juro!

      —Vendrán los oradores a través de los cristales alabados  

de colores a recaudar los débitos y los haberes de los siglos.

     —Mientras, en las olas mi juventud se desparrama.

     ¡Cuántos recuerdos! ¡Cuánta nostalgia en aquellos ojos

cansados, lúcidos y garzos!

     Cada amanecer, pasaba sobrio de nuevo por el cobertizo del

hacedor de navíos o del calafate errante.

No sabía…

 —¿Cómo te llamas, anciano? Tu rostro me es hogareño…

     Y cada vez, la respuesta me alarmaba como a nadie.

     —¡Llevo tu nombre, tu apellido, tus ilusiones y tu rostro!

     Y cada vez que iba a responderle, siempre me encontraba con

la paradoja:

      —¡Soy yo, Ulises, tu rey olvidado!

 

          En los huesos descalcificados de la espera, había construido

sus expectativas tristes la ramera vieja.

     Mientras, acudían cada amanecer a su regazo los poetas

a lamentar su inspiración perdida.

Sórdidas las nubes que tapaban la desparramada luna.

     Detrás del oscuro cristal de los puentes.

     Y el mar. ¡Mirad cómo lloraba! El mar y su deshilachado argadillo

roto. Mil salmos en el coro de las hilanderas.

     Y fue sencillo. Demasiado. Tan sencillo fue el porvenir del mar

y sus aladas predicciones…

Uno se aleja sigiloso. Y tú aguardando viuda su regreso.

     —Hijo, ¡cuántas palabras necias cercan el cielo! ¡Cuántas horas

vacías en los ojos de los buitres!

¡Ay! ¡Te lo juro!

     —¡Cuántas arrugas en aquellos ojos, salpicados de agua

salobre y polvareda de granizo!

     —¿Quién es capaz de describir el caminar de nuestra vida?

     ¡Cuántos recuerdos! ¡Cuánto disimulo en aquellos ojos

callados, lúcidos y garzos!

     Cada mustia madrugada, acababa yo borracho frente a aquel

viejo lupanar lleno de príncipes y nobles pretendientes de la

digna matrona o de la doncella errante.

No sabía…

     —¿Cómo te llamas anciana? Tu rostro me es hogareño…

     Y cada vez, la respuesta me alarmaba como a nadie.

     ¡Llevo tu nombre, tu apellido, tus ilusiones y tu rostro!

Y cada vez que iba a responderle, siempre me encontraba con

la paradoja:

      —¡Soy yo, Penélope, tu reina, mujer y esposa!

 

DULIQUION METROPOLITANO/OINIADES, SACRA ISLA EQUINADA-4o REINO DE ULISES

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