Para alcanzar la imponente isla de Cefalonia, donde una vez los de Fuca llegaron huidos y se instalaron después de la caída de Constantinopla, hay tres rutas marítimas distintas. Del sur al norte, la de Kylini te conduce a Poros apenas un kilómetro de la hipotética tumba de Ulises en Tzanata, al sur de la isla. Las rutas de Patras y Astacós, cuyo rumbo elegimos, acaban en Sami, un irregular desembarcadero admitido como su puerto comercial. Atravesando los valles que excitan las faldas de Enos, en media hora se divisa el nuevo Argostoli, engalanado y diáfano con su nuevo paseo, muy distinto de aquella ciudad eptanesia neoclásica que destrozó el terremoto del 53. De los encantos de mi isla y su belleza ya escribí artículos y libros anteriormente. Por eso, me limitaré a destacar breves sucesos actuales y anécdotas que tengan que ver con ese viaje insólito y sobresaltado y la manera con la que se enfrentan mis “chalados” paisanos al archienemigo Sr. Covid. He empleado la palabra “chalado”, pues puede que sea la más cercana a la palabra “κουρλός”, con la que se autodefinen los lugareños, y significaría algo así como un loco peculiar con denominación de origen.
Algo así como Adrónico. El restaurador más estrafalario de Argostoli, dueño de la taberna cuasi flotante de Kyani Akti al final del paseo marítimo. Akis, como es su diminutivo, lleva la máscara bien sujeta tapando la nariz y la boca hasta que en la plataforma tremolante de madera quedan solo los “compadres”, los más allegados. Entonces la descuelga con delicadeza y la mete en el bolsillo bien doblada. Coloca tres copas en cada mesa donde aún se divierten sus “compadres”, y empieza a alternar entre pitillo y pitillo y beber con ellos en una vino de San Gerásimo, en la otra un aguado orujo y en la tercera lo que ellos tengan la bondad de llenarle el vaso no sin antes preguntarles socarádamente: ¿Cómo vais de coronavirus?
Nuestros anfitriones de los apartamentos Avra son de talante opuesto. No sé si están también dotados de esa chaladura maravillosa que define —nos define— a los de la isla. Pero si es así, la tendrán bien ocultada. Educados y detallistas, nos tienen absolutamente complacidos. Desayunar en su terraza colgada del más hermoso precipicio sobre la idílica playa de Makris Gialos sintiendo las olas y la brisa mañanera satisface al paladar más exigente. Y es tan abundante y variada que basta y sobra para acabar saciados y guardar lo demás para el almuerzo. Sin embargo, no basta para saciar mi entusiasmo por estar de nuevo contemplando extático el horizonte de mi isla encantada ni la nostalgia que siento recordando nuestras vacaciones anteriores en Lassi, Fiscardo o Assos y las exclamaciones de ellas nada más sentarse en el balcón delante de las onduladas olas aturquesadas. “¡Ya estamos en el paraíso!”. ¿Cuántas veces pensé que si existiese el paraíso tendría el color de Cefalonia? Me gustaría poder volver a pesar de este virus persistente y agotador el año que viene en los mismos apartamentos con Daniella para enseñarle donde todo empezó y donde se fraguó su novela y llevar juntos un enorme ramo de rosas rojas a la caleta de los cormoranes. Pues al amor y a la nostalgia no hay virus que lo derrote…
A Lixuri, la segunda ciudad de la isla, se puede ir con un minúsculo ferry desde el puerto de Argostoli. Pero yo sugeriría tomarlo de vuelta entrada la noche y hacer la ida por tierra rodeando la bahía y pasando por el valle de los asfódelos de la Odisea cerca de Livadi. Ayer, en nuestro periplo homérico nos encontramos en un antiguo centro de meditación abandonado en Critonú con su añoso propietario, al que Mentor llama Filitio, y pudimos imaginar su majestuosidad cuando estaba en su apogeo allá por los años 2007-2008, antes de que la maldita crisis financiera que asoló Grecia con la misma intensidad que los terremotos sacudieron la isla acabase con su éxito y su gloria. Aún quedan los pequeños anfiteatros ahogados por la maleza que construyeron piedra a piedra los cinco miembros de la familia, recogidas de casas en ruinas por los seísmos pasados y que a su vez se habían arrancado de antiguos templos y palacios clásicos y homéricos a lo largo de los siglos. No hay que olvidar que esa venerable isla hubo de ser, según la inmensa mayoría de estudiosos, la capital del reino de Ulises. La Ítaca homérica. Intenté captar el embrujo del lugar a través de sus silenciosas cabañas de caña vencidas por el abandono y sus milenarios olivos, algunos de los cuales se habían separado en tres cuerpos como si fueran siameses después de la intervención del gigantesco bisturí de la naturaleza.
“Se busca a alguien para devolver la gloria a ese lugar emblemático perdido en un valle sin nombre, donde las interminables bellezas de la isla lo han apartado de los recuerdos de los visitantes”. ¿Quién se atreve?
El poemario ya está en los quioscos de Mesologgi. O en los abrazos de la gente que adora la Laguna. Siempre dudaré si entre la Laguna y Cefalonia hubiera ella podido elegir para ponerla por delante en sus preferencias. Nunca dediqué siquiera un verso a esa isla mítica, quizás por respeto a Ulises y a Homero, que a ellos si les dediqué las notas más altas de mi alma. Y seguiré intentándolo mientras pueda. Creo que ha tenido ese sencillo poemario una aceptable acogida entre los amantes de la Laguna, por lo que, y aunque había prometido no publicar más poesía, ya me veo presto en el balcón colgante de Avra con un blanco de robola dorado y refrescante montando las páginas de este en castellano y con el mismo título, pues no cabe otro. Me pueden quitar la gloria y la vida como a Ulises, pero nadie nunca me podrá quitar la emoción de sumergirme en las aguas garzas de la calita de los cormoranes para resucitar a La amante de la Laguna.
Talía, antes de tomar el camino al exilio hasta el lóbrego Kilkís cargada de sus diseños, sus pinturas y su adolescente soledad, me preguntó que qué más desearía hacer en mi vida. Y me pilló de sorpresa. La “chavala loca” no midió ni mi saciedad cotidiana ni mis vivencias ni los recuerdos ni la nostalgia del pasado y fue directa al grano con aquel bisturí que triseccionó al ancestral olivo de Critonú. Me quedé sin respuesta, como aquel viejo cartel del centro de meditación que rezaba “La duda es sabiduría”, y balbuceé varias respuestas incoherentes y candorosas. Que si ya había plantado un árbol, que si ya había tenido un hijo y había escrito un libro, que si quería llegar a los 15 libros publicados y que solo faltaban cuatro… o tres, que si me pudiera seducir tener un apartamento en Cefalonia o en Mesologgi al lado del mar, que si finalmente Daniella llegase pronto a leer y comprender su novela y que si…
Sigo dudando bajo el concierto que han montado los grillos en mi balcón suspendido en el cielo de Lassi y no siento la sabiduría iluminándome. Chifae ha descendido los 71 escalones hasta el zarco manto de colores fluviales que se extiende bajo la villa. Y Evita, acurrucada en el sofá, aplaude por enésima vez las hazañas de Hannah Montana metiéndose en su rol, pues se considera mejor que ella en conocimientos musicales. Quisiera reconocer que la pregunta de Talía es en realidad “Sin respuesta”, pero me agarro al deseo y al sentimiento más inmediato. Llevar esta tarde al ponerse el sol y refulgir la ardentía sobre las estremecidas olas un enorme ramo de flores a la calita de los cormoranes. Todo lo demás vendrá después. Y será bienvenido. Como nosotros lo estuvimos a nuestra llegada a la isla más maravillosa del universo. Mi Ítaca. ¿O hay Ítacas más hermosas?
Mi adorado Nikos Kavvadías solo tenía un deseo en la vida. Desaparecer un día luminoso en las profundas aguas del mar. De cualquier mar. Odiaba las camas de los hospitales, las blancas sábanas y los respiradores. Y si no fuera porque adoraba los prominentes senos de las enfermeras y lo que ocultaban bajo la verde bata las jóvenes doctoras, se hubiese escapado de noche de aquella cruel clínica de Atenas para llegar a esa isla que tanto amaba y sumergirse en sus efervescentes olas perdiéndose en su inmensidad. ¿Será algo semejante lo que quizás tendría que confesar a la chavala loca? ¿Eso respondería a su pregunta? ¿Antes que un descuido permitiese al Sr. Covid, el intruso mensajero con su guadaña, invadir mi conmocionada vida, no sería mejor desear las salobres profundidades del Jónico? ¡Pero solo para bañarse! Pues como decía aquella entrañable película de Roberto Benigni, “La vita E bella”…En Cefalonia.
Y tanto q es bella en Cefalonia, es una isla para soñar